La mayoría de los varones somos heterosexuales. Sin rebajar un ápice de masculinidad, hay variantes de esta norma mayoritaria, que afortunadamente, ha dejado de ser hegemónica en muchas latitudes. En otras todavía no. Ojalá que se extienda la idea de la diversidad compleja igualitaria en dignidad humana, para toda la especie, sin distingo alguno, comportamiento sexual incluido. Estamos en ello, aunque, pienso, la extensión de la idea, aun con retrocesos, se extenderá.

Pero el avance presenta deficiencias. Nada humano es perfecto. La heterosexualidad va injustamente cargándose de ciertas culpas seculares, milenarias, que, en el fondo, no le son estrictamente achacables. El uso social de la heterosexualidad, a través del tiempo, ha sido variado. Y el sentido hegemónico, despótico, hacia las otras sexualidades, ha degenerado en supremacismo, un supremacismo que ha llegado a tener fundamentos teológicos. Y que ha llegado a la crueldad máxima hacia las otras realizaciones de la virilidad. Aun hoy (todos sabemos dónde) arrojan desde las alturas de los rascacielos a los convictos de tal conducta; conducta que, sólo en una sociedad patológicamente desarrollada puede ser entendida como perversa.

Machismo no es masculinidad heterosexual, necesariamente. El machismo es una deformación aberrante de la heterosexualidad masculina. Lo masculino, hoy, es una búsqueda de identidad propia dentro de cada varón. Desde hace pocas generaciones, en Occidente, se buscan los parámetros conductuales e intelectuales que perfilen esa definición. No están conseguidos aún. Se sabe mejor de qué se huye, que sabido es aquello a lo que se quiere llegar. Quizá sea un camino, la masculinidad bien entendida. No un destino. No sabemos en qué posada del camino se halla la perfección. Pero buen faro es asumir algo (no sabemos cuánto) de la manera femenina de entender y aceptar la vida. Incluso no poco de la actitud feminista ayuda en esto. Pero el camino requiere la soledad en la búsqueda. Y nunca abocará en normas inequívocas y universales como sí las tenía, o tiene, el machismo.

Nos lastran galanterías, no todas. Y, a veces, huimos hacia adelante, en error asaz extendido, en ésta y en otras luchas humanas. Y, lo más desconcertante: sucede, casi, que cada tipo de mujer espera un tipo de masculinidad diferente. Con todo el derecho del mundo. Y, bien entendido quede: no es la aprobación de las féminas el objetivo que se persigue, siendo muy importante su criterio. La masculinidad es un fin en sí mismo, del que se ha de beneficiar la Humanidad entera. O no es masculinidad.

En realidad, la palabra clave es asumir la perplejidad interior que todo esto conlleva. Pero tras la heterosexualidad hegemónica y militante (o sea, machismo), que era seguridad total y absoluta en todos los planos y aspectos, lógico es que lo que le suceda, fuere lo que fuere, sea complejo, dudoso y desorientado. O sea, busquemos una actitud, no un manual de consulta inequívoco. Una alerta constante para no recaer en supremacismos patriarcalistas rancios, ni para lo contrario, derrapar en excesos improcedentes que siempre acechan; por ejemplo, señalando lo ideal como lo simétrico contrario a lo patológico anterior.