18 de FEBRERO

Cormoranes y bizcochos. Tras dos días de excesos a la mesa, decido coger la bicicleta sobre las nueve de la mañana y remontar el río Segura siguiendo su mota. Las nubes ocultan las cimas de la sierra de la Pila, pero hace buena temperatura y apenas sopla viento. Incluso una insignificante escapada como ésta puede llevar en sí la excitación del viaje. Recorro campos de alfalfa, de ajos, de habas. Me adelanta una camioneta cargada de estiércol. Aunque conozco de memoria estos caminos, siempre hay algo que varía ligeramente en ellos con el paso de las estaciones. Los cañaverales son ahora amarillos, los tarajes tienen un color marrón tostado y los mirlos pululan por doquier.

Descubro también grandes cormoranes desplegando sus negras alas en los árboles que se yerguen junto al río. Hay algo siniestro en los cormoranes. Vestidos de luto, oteando silenciosos desde las ramas más altas, su cabeza calva y sus pies palmeados les hacen parecer una rara mezcla de buitre y pingüino. Siendo aves esencialmente marinas (los celtas los llamaban morvran, cuervo de mar) no deja de ser sospechosa su presencia tierra adentro, como si se tratara de invasores, de espías que albergaran algún propósito oculto.

Cobro ímpetu a medida que voy pedaleando y termino llegando hasta Ojós, en una de cuyas pastelerías adquiero un par de bizcochos borrachos. Los altos acantilados de roca que me rodean tienen un color naranja óxido. A la vuelta recojo acelgas silvestres para hacer potaje. Nunca he sido un deportista; de hecho, últimamente me he abandonado hasta alcanzar los 107 kilogramos de peso. El camino de vuelta (serán cincuenta kilómetros en total) se me hace arduo. Cuando llego a casa, los bizcochos están medio aplastados y han impregnado de almíbar el interior de mi mochila.

19 de FEBRERO

Regiones desoladas. De entre los escritores de viajes, mi preferido es el británico Colin Thubron. Dueño de un estilo que consigue ser lírico y épico a la vez, dado a las descripciones hiperbólicas y dotado de un soterrado sentido del humor, viaja a lugares remotos de los que apenas tenemos una idea brumosa. Con El corazón perdido de Asia (que compré por una suma ridícula en el mercado Sant Antoni de Barcelona) Thubron me ha teletransportado a las inmensas regiones desoladas que se extienden desde Turkmenistán hasta Kirguizistán, donde los rostros mudan gradualmente del caucásico al mongol y se levantan ciudades legendarias como Samarcanda o Bujara. Las figuras de Zoroastro, Alejandro o Tamerlán alternan con la Ruta de la Seda o el difícil matrimonio del imperio soviético con el Islam. Tierras duras y azotadas por los vientos de la Historia, cuyo fatalismo esencial se resume en la respuesta que una niña le da a Thubron cuando éste le pregunta qué hará al terminar el colegio. «Seré una mujer», contesta la niña; «luego una madre, luego una vieja€ y luego un cadáver».

20 de FEBRERO

El calor de un gesto. Esta mañana me he acordado de una compañera que se jubiló hace tiempo, Pilar Ramón, y me he preguntado qué habría sido de ella, si estaría aún viva o no. Apenas un par de horas después, he recibido un correo electrónico comunicándome su muerte. ¿Cómo llamar a esto? ¿Azar, sincronicidad, magia? Por un instante, he sentido que una mano gigantesca rasgaba el telón de la realidad. De la fallecida, Pilar Ramón, siempre oí decir que había sido una mujer independiente y bastante atractiva en su juventud. Guardo un recuerdo muy concreto de ella: el día en que aprobé las oposiciones al Ayuntamiento se me abalanzó con toda su humanidad y me estampó dos besos diciéndome: «Bienvenido, compañero». Yo era entonces apenas un chaval trasplantado a tierra extraña, y nunca dejé de agradecerle el calor de ese gesto.

21 de FEBRERO

Zenda y cañas. Presentación en Murcia de la revista digital Zenda, cofundada por el ex reportero de guerra y agitador de redes sociales Arturo Pérez-Reverte. Al terminar me tomo unas cervezas con Miguel Ángel Hernández en un bar cercano. Me consta que lleva año y medio moldeando una novela (que publicará pronto) como si fuera plastilina: la acorta, la alarga, consulta con unos y con otros, la reescribe, la vuelve a reescribir; yo mismo he formado parte de ese proceso. También esboza (caña en mano) el argumento de otras cuatro que tiene en mente. Parece refractario al desánimo, cosa que no puedo afirmar de mí. Se nos une Leonardo Cano, que viene de impartir un taller literario y está leyendo los diarios de Andrés Trapiello. Me pregunta acerca de la visita de Trapiello a Molina de Segura hace unos años, por si pudo registrar algo en sus diarios. Le digo que sólo recuerdo una cosa de ella: que durante media hora tuve en mis manos el destino de la literatura escrita en Murcia, ya que esa tarde llevé amontonados en la parte trasera de mi coche a Eloy Sánchez Rosillo, Pedro García Montalvo y Soren Peñalver.

22 de FEBRERO

Landero. Paso el día en compañía del escritor Luis Landero, que viene invitado a dar una charla en Molina. Es un hombre de una bonhomía inteligente que no aparenta ni de lejos los setenta años que tiene. De origen rural (nació en Alburquerque, Badajoz), considera la desaparición de la cultura campesina una gran catástrofe inadvertida. Su primera novela le ocupó ocho años de vida; entre otros motivos porque tuvo que reescribirla entera, pasándola de primera a tercera persona. (Al oírle, no puedo evitar acordarme de mi conversación con Miguel Ángel.) «Soy tozudo», añade Landero por si no hubiera quedado claro. Esa tozudez dio como fruto una de las mejores novelas de la literatura española, Juegos de la edad tardía, cuyo tema es el fracaso (y el autoengaño para paliar ese fracaso). La condena de Landero es que difícilmente podrá superar el listón que él mismo se puso con cuarenta años, nada más empezar su carrera.

Hoy hemos conocido la temprana muerte de Forges, un humorista imbricado en el alma de este país. Landero, whisky en mano, ha recordado varias veces su figura durante la conferencia. Al parecer, fueron grandes amigos.