Opinión

Miguel López Guzmán

Arroz y pava

Los almendros en flor, pintados de blancos y lilas, son preludio de la primavera que se intuye

Los almendros en flor, pintados de blancos y lilas, son preludio de la primavera que se intuye, dando carpetazo a fríos y humedades. Los días comienzan a alargarse y el ambiente se carga de aromas de incienso y cera.

La Cuaresma llegó con el Miércoles de Ceniza, con ella se inicia la penitencia que nos lleva a acompañar a Jesús hasta el Gólgota. Día significado el de la Ceniza, que me revierte a otros días, a jornadas colegiales en las que se nos recordaba, con la imposición de la misma, que polvo somos y en polvo nos hemos de convertir. Un afán el de aquellos miércoles del pasado fue el conservar el mayor tiempo posible la ceniza impuesta en nuestra frente, nada mejor que la saliva para fijar tan místico y negro recordatorio del seguro devenir.

Murcia se hace más grande y singular con la llegada de la Cuaresma, tiempo de quinarios, de oración, besapiés al Cristo del Rescate; del debido recogimiento ante la Pasión por llegar; de madrugadores Viacrucis y de ayuno y abstinencia. Es el primer viernes de marzo cuando se bendice la simiente de la seda en el convento franciscano de Santa Catalina del Monte, allá en el Verdolay, en La Alberca, sin asistencia masiva, se recuerda, a los pies del Cristo, a una industria floreciente que ayudó a comer durante siglos a los huertanos de Murcia. Las tradiciones se imponen en la Cuaresma, lo que me hace recordar la bula de la Santa Cruzada, la que nos eximía de guardar el ayuno obligado. Nada mejor que la norma establecida para que la mano negra del Innombrable tiente nuestra débil carne mortal con manjares que eluden los dictados que atañen a los viernes y fastos cuaresmales.

La gastronomía murciana, repleta de verduras y legumbres triunfa, y se impone en la mesa de los más místicos. Nada mejor que un arroz y pava (entiéndase coliflor) para saciar los estómagos en penitencia y donde la flor más cuidada de La Arboleja alcanza su cénit. Es cuando los bancales, a tiro de piedra de marzo, son pura eclosión de habares, de tablas donde habita el ajo. Un arroz hortelano; a lo sumo, con bacalao que se asa y se despizca, teniendo en cuenta la austeridad de los días. Arroz provisto con tiernas habas y ajos, donde el blanco de la coliflor rehogada se convierte en todo un espectáculo cuando la cazuela se ve lamida por el fuego y el agua se convierte en aromático vapor. Arroz meloso, caldoso, en el que se siente toda la esencia de ésta tierra. Plato que pide vino, tinto y seco, penitencia que se convierte en placer en una Cuaresma en que la huerta y la mar pugnan por el protagonismo en las mesas cristianas.

No habrá que dejar en la estacada el sublime bacalao en albóndigas, henchidos los piñones de aquí con sabor a mar y donde el verde del perejil se hace notar en el crepitar del aceite hirviente. Qué decir del bacalao en buñuelos, la suavidad salada que se convierte en galguería.

La Cuaresma nos pide sacrificio, evitar la carne, apartarnos del pecado capital de la gula, pero no nos dice nada acerca del marisco ni de las tentaciones a las que nos somete el arte culinario y las exquisiteces que aportan las feraces tierras de Murcia.

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