Resulta fascinante el comportamiento social de nuestros primos primates. Desconozco los fundamentos de la etología animal pero alguna extraña disfunción anímica me lleva a devorar horas y horas de documentales sobre monos grandes o chicos. Al menor indicio de novedad simiesca, ahí que me engancho a la pantalla. Permanezco engolfado y atento a las apasionantes vicisitudes sociales y políticas de macacos, chimpancés o gorilas de montaña. Son realmente sorprendentes las estrategias que pergeñan para apartar del poder a machos o hembras dominantes, los crueles exilios a que someten a los príncipes destronados, sus refinadas tácticas militares por hacerse con los frutales más sabrosos, o esas sofisticadas sesiones de desparasitación con que trenzan futuras alianzas. Y así una monada tras otra.

Si bien, hay dos especies, babuinos y bonobos, cuyo comportamiento social me lleva a jugosas, a la par que inquietantes, reflexiones en relación a los humanos.

Las grandes colonias de babuinos son un espectáculo formidable. Les remito al trabajo científico y divulgativo de Robert Sapolsky, quien nos presenta a cientos de individuos maquinando las mil y una formas de hacer la vida imposible al prójimo. Los babuinos padecen enormes niveles de estrés político. Lo suyo es un continuo sinvivir; pareciera que no hay mayor menester en su día a día que putear al babuino de al lado. Eso sí, las maldades en que se afanan atienden a rígidos patrones jerárquicos. Quien está arriba en la escala social putea a destajo, quien está en la base de la pirámide recibe estopa a mansalva. Para más inri, el estatus se hereda dentro del complejo entramado social de castas babuinas. Todos son pues conscientes desde su más tierna y moneril infancia de su posición social; de a quién pueden machacar y a quién deben tolerar continuas vejaciones. Al punto de que tan terrible nivel de ansiedad soportado de por vida por los más parias afecta a la calidad de su semen y a sus ya de por sí escasas posibilidades de apareamiento y engendración de monerías.

Puede que el documental exagerara un pelín las situaciones a fin de de garantizar un mínimo hilo narrativo y cierta tensión dramática. En cualquier caso, nos brinda un estímulo a la reflexión acerca del devenir político de sus primos mayores: los homo sapiens. De hecho, me cuesta hallar en la ficción al uso una visión distópica del mundo tan sugerente como la de una colonia de babuinos. Y me remite a esa inquietante hipótesis del mono asesino que avanzó Robert Ardrey. Vendría a decirnos que lejos de ser la inteligencia o la capacidad de colaborarión lo que determinó nuestro éxito evolutivo, fue esa inusitada capacidad de generar violencia gratuita. ¿Es pues la hijoputez consustancial a la especie? ¿Resulta crucial para entender el largo proceso de hominización?

Pero es cuando estoy a punto de rendirme ante tan deprimentes conclusiones, que llegan los primos bonobos al rescate, a redimirnos de nuestra homínida condición. Son pachorrones, su estructura social porosa, poco jerarquizada, parece la antítesis babuina. En lugar de andar todo el día jodiéndose los unos a los otros, los bonobos pasan su jornada sencillamente jodiendo los unos con los otros. Sí, la supresión de la partícula reflexiva y el cambio de régimen preposicional lo altera todo. En algún momento de su proceso evolutivo, los bonobos sabiamente entendieron que lo de hacer el amor y no la guerra era más viable como estrategia de supervivencia de la especie. Y casquete aquí, casquete allá, aprendieron a solucionar con mágicos polvos cualquier atisbo de conflicto. Promiscuos hasta la saciedad, ni género, ni familia respetan. Machos con machos, primas, sobrinas, hermanos; no existe tabú que se resista al espíritu ecuménico bonobil. La sociedad bonoba es una orgía permanente. Creo que incluso si un incauto bicho de otra especie irrumpe sin papeles en su territorio, lejos de expulsarlo, se lo cepillan y a otra cosa.

Si el universo babuino remite a la más inquietante distopía evolutiva, el bonobo nos reconcilia con la utopía; la de una sociedad igualitaria y follarina. ¡Ay, si el bueno de Tomás Moro levantara la cabeza! Difícilmente ignoraría la vía bonoba hacia el paraíso terrenal.

Como diría un buen amigo con quien comparto optimismo político a la par que admiración hacia tan simpática especie: ¡Salud, compañeros, con los bonobos, venceremos!