El juez de Brooklyn Frederic Block ha condenado a una empresa constructora a pagar más de seis millones de dólares porque ésta echó abajo un almacén abandonado de Long Island para construir un edificio de apartamentos. La sentencia no condena a la constructora por tirar edificios históricos -en los Estados Unidos cualquier cosa que tenga más de un siglo es historia antigua- sino porque el caserón derribado estaba cubierto de grafitis hechos por cierto (y lo cito por la peculiaridad del caso) con permiso del propietario del almacén. Pues bien, 21 de los artistas callejeros, si se puede llamar así a quienes pintan paredes, vallas, autobuses y hasta los vagones del metro, presentaron una demanda basada en la ley que protege los derechos de los artistas visuales impidiendo la destrucción de sus obras. Y el juez les dio la razón, impulsado sin duda por el hecho de que el almacén se había convertido en una atracción turística a causa de los grafitis que lo decoraban. Contaba con nombre y todo en las guías, 5Pointz, e incluso el grafitero más famoso del mundo, Banksy, pidió que no se destruyese el edificio. Pero no le hicieron caso.

La polémica montada con el derribo de 5Pointz alude sobre todo a la condición artística de los grafitis, que pueden entenderse como arte urbano -la expresión mayor del arte actual, a juzgar por la abundancia- o como muestra de vandalismo. Pero lo que me ha llamado la atención es otra cosa: el juez Block puso de manifiesto en su sentencia no sólo la gran calidad artística de las obras de 5Pointz sino la obligación de preservar los grafitis en beneficio de las generaciones siguientes.

Con la iglesia hemos topado, Sancho. Porque, no sé si siendo consciente de ellos o desde la más absoluta ignorancia, el juez Block ha puesto el dedo en la llaga más sangrante de las obras artísticas: su condición de efímeras o perennes. Artistas callejeros madrileños -barrios como Malasaña son un icono del arte urbano- han sostenido ante la sentencia de Brooklyn que el grafiti está hecho para desaparecer. La discusión me ha recordado el episodio de hace cosa de medio siglo cuando Joan Miró llenó de sus líneas y colores las vidrieras y las paredes del Colegio de Arquitectos de Barcelona: una obra maravillosa, como cabe imaginar. Pues bien; al poco, el propio artista la borró por completo ante la alarma y consternación de quienes veían en ella todo un símbolo de la nueva forma de entender el arte.

Joan Miró fue categórico al explicar los porqués de la destrucción de su obra, aunque nadie podía exigirle que se manifestase porque el creador es el único que puede decidir sobre el sentido y el destino de lo que sale de sus manos. El arte tiene que durar un suspiro, dijo Joan Miró, aunque seguro que no fue con esas mismas palabras. Cubriendo sus pinturas nos daba una lección sobre la necesidad de disfrutar de las obras de arte mientras duran. Que nunca es demasiado.