Una amiga mía vino a Murcia hace unos días y se enamoró de la ciudad. La encontró con las primeras luces del atardecer y para cuando salió del hotel ya había anochecido. Alrededor de la catedral, las calles estaban mojadas y se difuminaban en el suelo los colores de las fachadas como en una acuarela de Zacarías Cerezo. La lluvia, que caería con más fuerza esa misma noche, solo había dejado un rastro de luz que hacía brillar las calles. Bajamos por la calle Correos, atravesamos la plaza Santo Domingo y, tras cruzar la plaza Romea, subimos por Jabonerías para volver a aparecer en la catedral.

Me gusta hacer ese recorrido, especialmente cuando quiero enseñarle a alguien la ciudad. Eso me permite verla con otros ojos, como si fuera también mi primera vez, sin que nadie se extrañe de verte plantado en la calle con la mirada en lo alto. Cuando miramos los cuadros de Zacarías Cerezo, cuya exposición titulada Pinturas del paraíso permanecerá en el Casino hasta el 2 de marzo, tenemos la sensación de ver algo que nos resulta familiar, en algunos casos de sobra conocido, no con la mirada de todos los días, sino desde otro lugar, más allá de la vista acostumbrada, como dice el pintor, para redescubrir una belleza que hemos olvidado. ¿Es una visión idealizada o la verdadera cara de una realidad sepultada bajo capas de suciedad? ¿Un simple espejismo o la verdad que no somos capaces de ver?

Quizá la ciudad existe solo con la textura acuosa y transparente de la acuarela para que cada uno pueda ver la suya propia, cambiante y esquiva, moldeable según su estado de ánimo. Por eso hay algunas que nos parecen luminosas y llenas de misterio, mientras que otras se van petrificando en el recuerdo si buscamos en ella y nunca encontramos. Murcia se transformó bajo la lluvia y solo hizo que devolverle a mi amiga la imagen de su deseo.

Cuando Robert Doisneau fotografiaba París, no buscaba la ciudad real, sino la de sus sueños, pero ¿quién se atreverá a decir que sus imágenes, por mucha composición que hubiera, no muestran una verdad más profunda? «El mundo que intentaba mostrar -decía Doisneau- era un mundo en el que yo me sentiría bien, en el que la gente sería amable y en el que encontraría la ternura que deseo recibir. Mis fotos eran como una prueba de que ese mundo puede existir».