Este periódico que usted lee cumple en 2018 treinta años redondos. Y el que escribe, que lo hace aquí desde el número uno, sesenta. Significa que la mitad exacta de mi vida ha transcurrido entre estas cuatro paredes. Y he pasado más horas en sus distintas sedes que en mis domicilios sucesivos durante este tiempo. El periódico sigue siendo joven, con la edad que yo disfrutaba cuando me incorporé a él, pero uno ya es viejo según la perspectiva que tenía entonces acerca de quienes cumplían la edad que acabo de inaugurar.

Debo advertir a quienes me persiguen desde los cincuentaytantos que cumplir sesenta años es fácil. Que no se alarmen. Viene dado. No pasa nada. Es probable que la familia y los amigos te organicen una fiesta agradable que te haga sentir bien. El trance se pasa como el rito habitual de todos los febreros. Pero después, ya en soledad, hay una voz, la tuya, que te recuerda, sin que puedas acallarla: tienes sesenta años. Joder. Miro a mi alrededor en el periódico: soy el mayor. El abuelo. Y hace nada era el pipiolo en todos los sitios donde estaba. La mayoría de mis compañeros actuales tiene menos años que los que cumple el diario. Empecé aprendiendo de los mayores, y me doy cuenta de que desde hace una década o más estoy chupando de los menores. ¿De quién si no? Y no me entero de la misa la mitad. A veces tengo la sensación de ser un mueble; otras, percibo que me respetan, pero no estoy muy seguro.

Sesenta tacos se dice pronto. ¿Cómo seguir siendo un enfant terrible con sesenta años? ¿Y qué necesidad hay? ¿Y cómo es posible dejar de serlo? ¿Y cómo evitar el ridículo pretendiendo seguir siéndolo? ¿Es el momento de madurar? ¿Madurar, para qué? como diría Lennin. ¿Qué hacer con el repitajo de vida que te queda? Hay algo confortable: la mirada hacia atrás. Confieso que he vivido. Vaya que si he vivido. Y los cientos de errores han formado parte de ese vivir. En el fondo, toda la felicidad hay que agradecerla a otros. La lista de las personas que te han ayudado, que te han enseñado, que te han impulsado forma parte de una agenda secreta con nombres de oro, gente inolvidable a la que quieres más que a ti mismo. Pero de pronto te cae encima esto de los sesenta años, y el cálculo del futuro se estrecha. Lo que queda por amar, lo que queda por leer, lo que queda por compartir. Casi todo. Como si hubiera que empezar de nuevo.

Tengo, creo, más amigos de verdad que los dedos de las dos manos, y ningún enemigo que me importe. Una señora que me quiere a pesar de todo y a la que quiero por sí misma, y una familia a la que admiro, a todos y cada uno de quienes la componen en sus dos vertientes. No tengo hijos, ni podría haberlos tenido con responsabilidad, pero mis sobrinos y sobrinas son un espectáculo de vida. Los adoro. Y poco más. Tan solo una biblioteca caótica que se sigue incrementando aunque apenas he leído la mitad de los libros que contiene. Soy un autodidacta temerario. Pero no tengo mitos. Vivo al ras. Ah, también tengo un trabajo que me encanta y me esclaviza a la vez, pero es el que soñé desde niño, y eso obliga y satisface aunque carezca de rédito económico. Hace tiempo que me desprendí de ciertas convenciones. Sé cuales son mis compromisos, los que me tienen atado desde que amanecí. No podría evitarlos por mucho que me envileciera.

Cuando cumples sesenta años, por lo visto, te ablandas, y empiezas a decir y, lo peor, a escribir, este tipo de tonterías al borde de lo cursi. Pero he empezado por admitir que uno ya está hecho un viejo, y a un viejo se le han de permitir algunas debilidades. Una última resistencia: tratar de ser un sexygenario. Difícil, pero no imposible. Todo antes que madurar.