Cuando uno se halla al otro lado del Atlántico se dispone a tomarse unas vacaciones psíquicas. Descansar del país, vaya. Esa es la voluntad y no sin alivio se entrega uno a las ensoñaciones mientras el avión despega. ¡Unos días sin ver a Rajoy, Puigdemont, Cospedal o Zoido! Pero llega el domingo y estás cansado de ver desde tu balcón cómo las colonias de Medellín ascienden las montañas, muerden la cordillera y se confunden en las lejanas torrenteras, casi allí donde ya se forman los remolinos de nubes brillantes. Y entonces abres el Facebook y hasta este lejano lugar, en el que creías estar a salvo, te llegan las llamaradas de los asuntos hispanos.

Entonces, mi decano me avisó de que Lucía Méndez concluía su artículo dominical con una cita mía. Hablaba ella del juez Llarena como del defensor del Estado y reflexionaba sobre la confusión de los independentistas al creer que Rajoy era el actor al que debían vencer. El Estado son los jueces, argumentaba Lucía. Los filósofos nos ponemos enfáticos y citamos a Gramsci y decimos eso de la guerra de posiciones y del último cinturón de defensa. Pero si aplicamos la metáfora casera del toreo, entonces Rajoy es un subalterno y sólo prepara la suerte. En los asuntos serios, quien entra a matar es el juez. Lo que pinta Rajoy en el Estado se ha visto con Rubalcaba. Que la plana mayor del PDeCATse siente con él para ver cómo acabar con Puigdemont sugiere una cosa. Rubalcaba sigue siendo un poder del Estado, más influyente que esas estatuas de cera que sientan los viernes en Moncloa.

Que los puntos de vista de Rubalcaba estén milagrosamente en armonía preestablecida con las decisiones de juez Llerena, eso es el Estado. No implica que hayan hablado. El Estado tiene una capacidad de percepción aguda. Que Puigdemont no tiene ni idea de lo que eso significa, es lo que se aprecia en sus mensajes a Comín. El Estado es frío como un témpano. Por eso Franco estuvo mucho tiempo sentado sobre él. No sabe nada de pasiones, imaginaciones, sacrificios ni afectos, de los nuestros y de los de ellos. No sabe nada de hacer el ridículo. Eso se lo deja a los políticos, su parte más superficial, la pantalla tras la que se oculta. Por eso no tiene problemas en que ellos sean incapaces. Así se oculta todavía mejor la máquina pesada, inflexible, que opera sine ira et studio. Justo lo contrario de Puigdemont, que sólo actúa con acepción de personas, que elige a los suyos como un caudillo sarraceno.

De lo que ha dicho Puigdemont algo no deja de enojarme. Se ve el hombre a sí mismo, mudado a una mansión de 600 metros cuadrados, como si estuviera en los últimos días de la República, cuando Cataluña era el camino del exilio de la España derrotada. Días antes me había llegado un libro esperado de Sebastián Faber sobre la memoria de la guerra civil. Faber es un especialista en Max Aub, y todas las imágenes de esos últimos días de la República se podrían resumir en aquel pasaje que dice algo así: mira a todos estos hombres y mujeres; los ves cansados, angustiados, hambrientos, famélicos, vestidos de harapos, asustados y perdidos; pero éstos, recuérdalo tú hoy y siempre, éstos son lo mejor de España. Esa frase, que ahora cito torpemente y que resumía la triste suerte de los cientos de miles de españoles y españolas que pasaron la frontera huyendo de la muerte, resonaba en mí durante estos días y con ella la siguiente pregunta: ¿de verdad crees que tú eres uno de aquéllos, Puigdemont? Aquella experiencia común, que unió en el dolor más intenso a varias generaciones de españoles y catalanes, y que debería fundar una solidaridad intensa como pueblo que compartió desgracias y terrores, parece que sólo inspira en Puigdemont una megalomanía narcisista. Él solo en un platillo de la balanza y todos los demás en la otra. Él igualaba la tragedia.

El supuesto de base de toda esta figuración descarriada es que resulta equivalente defender la legalidad republicana en 1936 que violar una legalidad jurada, refrendada y con suficiente apoyo popular como para ser reformada respetándola. Y el supuesto de base ulterior es que a Franco sólo lo padecieron ellos, la minoría nacional catalana; que la Guerra Civil se preparó como solución final del problema catalán; que los cientos de miles de personas no catalanas que murieron, que todas las que marcharon al exilio, que los millones de víctimas que sufrieron la cruda postguerra, todos ellos eran comparsas, meros efectos colaterales, víctimas del fuego amigo franquista, una decoración de camuflaje para ocultar lo que era verdaderamente el objetivo de la rebelión: acabar con Cataluña. Este refinado supremacismo (que declara tanto sufrimiento español espurio y estéril) escupe sobre lo más sagrado de la historia de España, sobre su dolor más profundo. Y que este hombre, el mismo día que firmaba un contrato de alquiler de una mansión que ni habría podido soñar el mismo Azaña, diga que se ve instalado en aquellos días terribles, eso me resulta obsceno.

No. Millones de españoles y españolas no estamos deseando leer ningún nuevo parte de derrota. No somos comparsas de un Franco meta-histórico que llevamos dentro, como un sino fatídico. Conocemos algo de la historia de España como para saber que hay mucho que mejorar en nuestro Estado; y sabemos más todavía, que no lo haremos nunca sin el apoyo y la solidaridad de la Cataluña republicana. Por ejemplo, sentimos vergüenza de ese juicio a un cantante de rap que, con toda razón, exige usar la libertad de expresión para decir en voz alta lo que muchos han rumoreado escandalizados en voz baja; y deberíamos sentir culpa como colectividad por no haber sabido transmitir a un joven, que está claramente animado por su sentido de la justicia, que lo que hicieron los Grapo no tuvo nada que ver con esos ideales.

¡Claro que hay mucho que cambiar! Y desde hace mucho tiempo. Mis viejos amigos Román García Pastor y Javier Benet, inteligencias siempre atentas, cuelgan en Facebook comentarios acerca de la reedición del libro del socialista Antonio Ramos Oliveira sobre la historia de España, ahora con el título de Un drama histórico incomparable. Del libro destacan el «uso desmoralizador de la ley» como una de las constantes de la derecha española, la clave de la mala fe de Cánovas. Y eso es lo que veo en la fiscal que enmudece ante la valiente respuesta del cantante Hasel: un uso desmoralizador de la ley, porque se emplea de forma indiscriminada e introduce en un mismo saco lo que pueda ser un exceso de valoración y lo que es una genuina expresión de posiciones críticas sobre vicios públicos.

Sé todo eso, desde luego, y sobre todo sé que llevamos cuarenta años apenas de vida civil real tras milenios de atraso político. Y por eso solo deseo tiempo, porque en los asuntos importantes solo se mejora lentamente. Pero cuando me detengo a analizar el comportamiento de Puigdemont, entonces no tengo categorías históricas adecuadas. Sin embargo, quizá por un azar tengo a mano otras categorías que se aplican al caso. Para leer en el avión me traje un pequeño libro de Catherine Malabou, una relevante filósofa francesa. Se trata de Ontology of the Accident: An Essay on Destructive Plasticity. Y me pregunto si Puigdemont, lejos de ser una metamorfosis del nacionalismo catalán, no será el ejemplo perfecto de esta plasticidad destructiva que identifica Malabou, de una persona que de repente no tiene nada que ver con el pasado ni con el futuro, y nos presenta solo una realidad irreconocible. Sí, puede ser. Puigdemont, un caso de la nueva ontología. Y recuerdo a Kant: la locura de los políticos explicada por los sueños de la metafísica.