Todos ahí pendientes de la representación y nada nuevo, el enésimo estallido se aplaza y el embrollo permanece. El huido multiplica el juego de manos aprovechándose de una red bien tupida que utiliza a su servicio como el estúpido que no es; los creyentes lo catapultan al altar ataviados con la careta redentora; el gemido de los encarcelados aprieta los dientes y Santamaría, con la pinta esmerada de la niña, no para de promover golpetazos tipo Fargo a los infieles. Ni que decir tiene que la imagen exterior está robusteciéndose a pasos agigantados, hasta el extremo de poner a buen recaudo la frontera a estas alturas y explorar los maleteros por si, en una de aquéllas, salta la liebre.

Y mientras el circuito del que se está pendiente reitera la inconsistencia a la que nos tiene encadenados, mi cabeza permanece fija en la entrada del túnel del Mascarat, a la altura de Benissa, la noche de perros de la semana pasada repleta de granizo en que Miguel Serna decidió bajar del coche. Horas antes, un amigo del alma hacía hincapié en sus temores cada vez que el músico de su hijo enfilaba la carretera a las tantas. A sus 34 años, Miguel, contrabajista del Ana Camús Quartet de Villena, iba de acompañante junto a su compañero Isaac y, al detectar un coche en dificultades, se acercó a auxiliar al conductor hasta que, poco después, un tercero fue incapaz de frenar a tiempo y se llevó a uno y a otro por delante. ¿Cómo puede darse tal despliegue de deber cívico desde el anonimato a diario en éste y en otros casos de semejantes que precisan ayuda y, en contraste, producirse el derroche de arrogancia al que venimos asistiendo que mantiene a la gente tirada en el arcén? ¿Hasta cuándo esta distancia sideral en la manera de conducirse?

Ni coles de Bruselas ni desafíos en pos de no sé qué supremacía ni respuesta a garrotazos utilizando los resortes que se pongan a tiro. Mirando a los que sí salen al quite nos encomendamos al sonido Nueva Orleans, ese cuyos acordes igual puede cobijarnos en un clima de armonía.