El Estado señala su grado de potencia en la manera de cultivar su libertad. Y de modo simétrico, señala su debilidad extendiendo frenéticamente el campo de actos que juzga atentatorio contra su viabilidad misma». Esto dice Frederic Lordon, el célebre autor del libro crítico sobre el euro, La chapuza. Moneda europea y soberanía democrática. La frase no puede ocultar su procedencia spinoziana y tiene como sustrato la idea de que todo ente aspira a perseverar en el ser y aumentar su conatus, su potencia (que no es lo mismo que su poder). El Estado también hace lo mismo y su grado de fortaleza o de debilidad se percibe según aumente o disminuya la libertad. Pues el conatus sustancial del Estado es la libertad. Si la aumenta, produce alegría y garantiza su permanencia; si la disminuye, genera tristeza, la pasión que está en el fondo de toda lógica de pasiones oscuras, como el miedo, la desesperanza y el odio. Cuando éstas dominan, nadie puede garantizar que el Estado pueda sostenerse en el tiempo. Esa alegría es la energía que sostiene la vida. La tristeza la encoge, la disminuye y la apaga.

Parece que el Estado español tiene un profundo problema. Miremos hacia donde miremos, no produce alegría. Extiende de forma compulsiva consultas judiciales acerca de lo que considera atentatorio contra su existencia. En modo alguno se puede decir que cultive la libertad. Y menos todavía que la aumente. Y si esto es así, entonces no puede decirse que nuestro Estado refuerce su legitimidad. Hablo de algo intangible, desde luego. La alegría que produce la libertad de los ciudadanos no tiene clara medida. Pero la tristeza que expande a su alrededor, aunque no se mida, no deja de ser una experiencia que marca el rostro y las entrañas de nuestra ciudadanía actual. Si ahora nos preguntamos cuál es el sentimiento político dominante entre nosotros, no creo que pueda caracterizarse de un modo diferente al de una preocupante, intensa y dominante tristeza.

Nuestra tristeza tiene el carácter de la peor de las condenas, ese eterno retorno de los mismos problemas, una y otra vez, sin que nadie encuentre la manera de superarlos. Esa experiencia de la historia se parece a una maldición. Es como si no pudiéramos dejar ningún problema atrás, ni atisbar una nueva agenda de futuro, un nuevo reto. Esa presión de lo que viene de lejos y de lo que no podemos desprendernos es la sensación más aguda de falta de libertad. Sin duda, eso es lo que nos atenazó cuando, después de años en los que creíamos haber asentado un nivel de riqueza cercano a Europa, volvimos de la noche a la mañana a niveles de paro de los países limítrofes del tercer mundo. Es la sensación que tenemos cuando de nuevo escuchamos la escalada creciente de precios de la vivienda nueva. El agobio de un pasado que no deja de ser el presente, eso es cercano al sentimiento de un organismo no preparado para la vida.

Cuando vemos las cosas desde la lógica del Estado moderno, entonces debemos destacar la libertad como el primer valor de la existencia política. Esta es su última instancia de normatividad. Eso permitió pasar del Estado como poder al Estado como garante del orden social libre. Ahora nos podemos hacer la pregunta central: ¿Cuál es la razón última de que dos millones de ciudadanos catalanes no se sientan libres en nuestro Estado? ¿Se trata sólo de una voluntad arbitraria? ¿Es cuestión de una definición nominalista que dice de forma caprichosa que no se sienten libres sencillamente porque no, por un sentimiento? ¿Es un capricho que todos esos ciudadanos pongan en peligro hacienda, patrimonio, libertad física por defender ese sentimiento? Si todo eso fuera un capricho, estaríamos ante los más irresponsables de los humanos. Algunos dicen que lo son. Pero entonces, ¿por qué vuelve una y otra vez en nuestra historia? ¿Y de qué depende que cada vez que encaramos este problema regrese el maleficio, la incomprensión, la amenaza de disolución del Estado, su refugio en una política de prohibiciones y de coacciones?

Sea como fuere, quien aspire a tratar a la minoría nacional catalana como si fueran los habitantes de una región más de España, deberían preguntarse si poner al Estado contra las cuerdas, como ellos hacen, estaría al alcance de la mano de cualquier minoría de otra región. Por supuesto que la minoría nacional catalana no está en condiciones de resolver el problema aumentando la libertad de toda la ciudadanía catalana, pero cada día es más claro que tienen suficiente poder como para hacer estallar las contradicciones internas del Estado español y amenazar de forma drástica las libertades de todos. Ellos son parte de la máquina de producción de tristeza que hoy es el Estado español. Como otros muchos a este lado del Ebro, jamás se han preguntado qué se puede hacer para que no solo ellos, sino también la otra mitad de la ciudadanía catalana, se sienta libre. Sólo conservan vivo el núcleo genuino del problema: que ellos no lo son.

Si planteamos las cosas así, nos sentimos vinculados a la norma de que el Estado moderno nació para que todos pudiéramos sentirnos libres. Pero entonces, ¿por qué nadie se ha puesto de verdad a explorar la manera en la que todos, nacionalistas catalanes y unionistas españoles, a la vez, se puedan sentir libres sobre el territorio de Cataluña? Sencillamente porque ninguna de las partes en litigio tiene una idea de Estado como instituto de libertad. Ambos siguen anclados en una vieja idea del Estado como instituto de poder, como una pulsión de vencer y derrotar. Y ambos, por esa comprensión arcaica del Estado, como niños malcriados, narcisistas extremos, están inclinados a implicar en su batalla a las instituciones europeas, que por supuesto no pueden compartir las bases psíquicas desde las que se mueven los actores.

Se mire como se mire, el auto del TC es un varapalo al Gobierno, pues se ha negado a dictaminar lo que este deseaba, una prohibición preventiva del acto de investidura. Que finalmente el TC haya operado como el Consejo de Estado, muestra el abuso que de él hace el Gobierno y la incapacidad jurídica además de política del Gabinete. Pero cumplir la ley es solo una condición negativa de nuestro sentido de la libertad. Eso se vio cuando el TC rechazó en una sentencia algunas de las normas que procedían de la dimensión legislativa de la libertad catalana, sin ofrecer nada a cambio. La condición moderna de la libertad va más allá de la aceptación incondicional de la dimensión coactiva de la ley. Supone, por el contrario, la disposición a obedecer una ley que uno mismo se haya dado. Sólo de ese modo uno se siente libre. Y resulta evidente que en Cataluña, hoy, falta esa ley que sepan darse la totalidad de la ciudadanía y parece que sólo está abierto el camino de que una parte la imponga sobre la otra.

Pero esto es fundar un Estado sobre la lógica del poder, no sobre la lógica republicana de que a todos concierne lo que a todos afecta. Esta lógica de poder no puede ser aceptada como propia de los tiempos presentes ni de los defensores de una mentalidad progresista. Puede ser la propia de la oligarquía burguesa catalana del PdCat, que se parece a la española como dos gotas de agua. Pero los actores que se llaman republicanos y defensores de un proyecto emancipador deberían reflexionar sobre su sentido profundo. Solo entonces podrán aceptar algo que a mí me parece evidente: que la única manera de que los catalanes sean más libres en su totalidad es que los españoles lo seamos también. Sólo con todos los catalanes será España un Estado capaz de dejar de ser una máquina de producir tristeza.