Mi primera experiencia periodística, por así decirlo, tuvo lugar en mis años del instituto, cuando un grupo de alumnos del extinto BUP fundamos ‘El Coñazo de Abarán’, un irreverente fanzine de muy diversa temática, desde críticas sarcásticas hasta viñetas de humor pasando también algún contenido que, ahora con los años, he de reconocer que era bastante grosero.

Nos lo pasábamos en grande con nuestra revistita, que encuadernábamos nosotros mismos, cobrando diez duros por cada ejemplar para sufragar los gastos de impresión. Tuvimos nuestro público y también nuestros detractores.

En los primeros números decidimos firmar con pseudónimo, pues alguna perlica caía sobre las cosas del instituto y tampoco era plan de que, con la tontería, se nos cayera el pelo. La edad del pavo, ya me entienden.

El caso es que a mí me cazaron y un profesor al que respetaba mucho me lo explicó. «Si usted es tan cobarde como para ocultarse, olvide su propósito de ser periodista». La frase se me clavó y, desde entonces y hasta ahora, todo escrito que ha salido de mis manos y con el fin de publicarse, ya sea en periódicos o en redes sociales, ha llevado mi firma.

Y aún hoy me sigue produciendo un cosquilleo ver en un papel impreso mi nombre, mi primer apellido y a veces el segundo. Por eso me cuesta tanto entender a los que, sobre todo en estos tiempos, recurren al anonimato para expresar sus opiniones. No hay mayor placer que dar la cara.