Lo último entre los jóvenes es jugar al parchís con el móvil. Dentro de poco veré como simulan, desde su apéndice celular, tirar piedras a un río a ver quién hace más ranas. Yo he conseguido que mis hijos se auparan a la última estantería donde aún se apilan los juegos de mesa para rescatar el tablero, que hace décadas que espera un cinco para poder salir. Tras una cálida cena, donde están prohibidos los aparatos electrónicos y hablar del Gobierno, les he animado a que disputen una partida física en vez de estar mirando a la pantalla sin levantar cabeza. Es verdad que han elegido el modelo que lleva incorporado un dado digital, pero no descarto que, muy pronto, me pidan los cubiletes. Han recuperado el habla, la mirada, el placer de avanzar y hacer puentes con el dedo, así como de comer. Los amigos han pasado de ser virtuales a reales aunque compartieran siempre el mismo espacio. Como en la vida misma, ahora defiende cada uno su color, procurando no salirse de sus casillas hasta alcanzar la gloria. En otros tiempos más negros, la oca amenazaba el reverso del parchís. De oca a oca en un laberinto espiral que nos atrapó durante 40 años. Cuando pensábamos que íbamos a remontar el vuelo seguimos transitando de oca a oca rememorando la célebre restauración. Hoy los colores del parchís predominantes siguen siendo el rojo y el azul, apareciendo otros supuestamente nuevos porque siguen la misma estrategia. Lo único que les importa a todos es permanecer en el seguro y especialmente al anfitrión, que se enroca permanentemente y hace gracia de las trampas. Sin moverse ni alterarse esperan que los otros se eliminen entre sí, pero quizá es tiempo de arriesgarse y plantar cara a la situación. Dar una vuelta a la partida para que no nos coman ni con promesas ni con anuncios ni, por supuesto, con los hechos. Es tiempo de que los de siempre no lleven las de perder. ¿A quién le toca? nos interpelan... en medio del bendito silencio telefónico.