Escuché en la radio a alguien plantear la duda de si había que ver las películas de Woody Allen en el contexto de un debate sobre la confusión entre el valor de una obra de arte y la vida personal de su autor y a propósito del movimiento #meetoo. ¿Debemos ver Manhattan, donde el protagonista seduce a una menor? preguntaba el tertuliano, creo que completamente en serio e insinuando que como espectadores tenemos la responsabilidad de denunciar el fomento de comportamientos contrarios a los valores con los que una sociedad se siente comprometida.

Así que inmediatamente me puse a ver la película, de la que en mi memoria apenas quedaba la bella fotografía en blanco y negro del puente de Brooklyn. Hay una menor, sí, una estudiante de 17 años que se acuesta con el neurótico y cuarentón personaje interpretado por Woody Allen. Y aparte de ella, hay otras dos mujeres con papeles importantes: la exesposa del protagonista y una amiga convertida en amante fugaz. Y las tres están chifladas, ¡oh, cómo se te ocurre, Woody! Sin embargo, no están más chifladas que el personaje masculino: vanidoso, hipocondríaco, inseguro y egoísta.

¿Qué puede salir de todo ese despropósito? ¿Qué podíamos esperar de la mente de un tipo que ha sido acusado de abusos sexuales por su propia hija aparte de un par de chistes de dudoso gusto o pasados de moda? Pues lo que sale es una imagen memorable de una pareja sentada en un banco frente al río Hudson mientras las luces del puente se alejan hasta perderse en la niebla. «Me gusta esta ciudad€ y más aún cuando amanece». O el aura plateada que dibuja las siluetas de un hombre y una mujer frente a frente sobre las sombras de Júpiter en un museo. O esa misma pareja a bordo de una barquita en el lago del Central Park en busca de la engañosa belleza que promete la ciudad, y él recostándose lánguidamente sobre la popa para rozar con su mano la superficie del agua en pleno deleite€ hasta que la saca, con un respingo de asco, pringosa de algas negras€ Debajo del agua, más allá de la niebla, detrás de las palabras, Manhattan solo es el escenario de un deseo y lo que nos conmueve como espectadores es su poca sustancia. Como si creáramos sueños por encima de nuestras posibilidades. El arte se crea desde la imperfección. ¿Si fuéramos santos para qué lo necesitaríamos?