Su vida siempre se me antojó como de película rosa. La culpa debió ser del NO-DO, cuando en los programas dobles, con la boca salada por las pipas, daban la noticia de que Carmencita Martínez-Bordiú y Franco, había sido nombrada fallera mayor en las fiestas valencianas y salía sonriente saludando desde el balcón del ayuntamiento de la capital del Turia a la masa alborozada que le aplaudía. Los del furgón de cola nos contentábamos con decir si era fea o guapa y de la suerte o no de ser la nieta de quien era. Se casó llevada al altar del brazo de su abuelo; fue duquesa de Cádiz; luego se juntó con un viejo desgarbado, y así tropezando con una piedra tras otra, con suerte o sin ella, llegó hasta nuestros días llenando las pantallas en programas del corazón.

Sucedió en la bucólica Suiza dónde coincidió en una residencia para señoritas bien con la inolvidable murciana Marisol Sánchez Belmar. Compartieron habitación junto a Cristina Bultó, de noble apellido catalán. Fue cuando la mitad de los adolescentes españoles se pelaban al cero con la llegada del verano y la otra mitad se alistaba para sufrir, entre chinches y terrones, los veraneos en los campamentos del Frente de Juventudes, y del Servicio Social en el caso de las jovencitas. Allí, junto a las nevadas cumbres alpinas, moteadas por las vaquitas de Milka y las lecheras del Nestlé, Marisol compartió ducha, retrete, espejo y destino en lo universal con la nietísima de Francisco Franco, Caudillo de España por la Gracia de Dios.

Algunos años antes de que José Campos la pusiera a vender orujo y Carmen moviera el esqueleto en el programa televisivo Mira quien baila, tuve la ocasión de recibirla a las puertas del hotel 7 Coronas de Juan Manuel Evangelista y durante dos días actuar de cicerone para ella por las calles de Murcia.

Guapa (gana en persona), con un leve maquillaje; lista, de sonrisa abierta y voz estridente. Su sencillez desbarató todas mis opiniones acumuladas a lo largo de los años. No conocía Murcia y aquel era su primer viaje a nuestra ciudad, aunque sí conocía Santiago de la Ribera, donde pasó unos días invitada en casa de la familia Meseguer-Sánchez Belmar, navegando por el Mar Menor en el velero Delfín del recordado Luis Federico Viudes. Después del almuerzo paseamos por la ciudad. En la Glorieta señalé al balcón del Ayuntamiento diciéndole: «Desde allí tu abuelo arengó a los murcianos en dos ocasiones, en el 46 y en el 63. En la primera, se hizo famosa aquella pancarta en la que se leía 'Bendita sea la riada que nos ha traído a Franco'». No dijo nada, tan solo una discreta sonrisa de aprobación. En la Catedral, el versado sacristán de entonces, al enterarse de quien era iluminó y le mostró el templo de arriba abajo; llevado de su entusiasmo amenazó con un repique general de campanas. Logramos convencerle, pese a su interés, de que no lo hiciera, no fuera que nos corrieran a gorrazos Trapería arriba.

La tarde fue lluviosa. Se puso ciega a ensaladilla en la Plaza de las Flores y a hueva con almendras en el Café Bar de Alfonso X. Aquel día llegamos tarde al acto programado con la desesperación de quienes nos aguardaban, pero llegamos. Por la noche visitamos el Altea de Rafa Párraga y bailamos Las flechas del amor de Karina como posesos hasta bien entrada la madrugada. En la despedida me dijo como Nino Bravo: «Me voy, pero te juro que volveré». Una mujer encantadora pese a quien pese, y lo recuerdo ahora con motivo de la triste pérdida de su madre, la duquesa de Franco.