A menudo los padres nos devanamos el seso al tratar de buscar una explicación de por qué nuestros hijos son tan diferentes habiéndose criado en el mismo hogar, en las mismas condiciones sociales y ambientales, y habiendo recibido, más o menos, los mismos criterios a la hora de madurar desde su más tierna infancia. Muchas veces nos vale explicar este hecho desde la débil creencia en que como cada uno es de su padre y de su madre, pues no hay nada que hacer. Y parece que con ese argumento salimos del paso a la hora de explorar esos recovecos en los que guardaríamos las causas que motivan el que uno y otro (en el caso de la parejita) o unos y otros (en las familias numerosas, tan escasas hoy en día gracias a este mercado laboral tan proclive a la familia) sean tan diferentes.

Pues resulta que en El hombre que perseguía su sombra, la quinta entrega de la serie Millennium, se suscita el asunto acerca de qué factores son determinantes a la hora del desarrollo de una persona. Esto es, qué nos condiciona, si la herencia o el entorno. Coincido, en verdad, que algunas cualidades, como nuestra inteligencia „nuestra capacidad cognitiva„, poseen un fuerte componente hereditario, sobre todo en la edad adulta. Pero no es menos cierto que tanto los factores genéticos como los medioambientales nos influyen a partes iguales. Pero sí me sorprendieron en esos argumentos, que los medioambientales que más nos condicionan no eran los que podemos imaginar, es decir: el entorno de nuestra infancia, la forma de ser de nuestros padres y la educación que recibimos.

Tanto las madres como los padres podemos cometer el error de sobreestimarnos, ya que estamos a menudo convencidos de que hemos tenido una importancia decisiva en el desarrollo de nuestros hijos. Lo viví hace unos años en primera persona en unos encuentros de padres con niños de altas capacidades, de los que escapé porque había padres que reivindicaban un protagonismo tan singular que asustaban. Su orgullo, bordeando la prepotencia, era su principal peligro.

En la lectura de esa novela negra me sorprendió un concepto curioso: el de nuestro entorno singular. Ese que no compartimos con nadie, ni siquiera con nuestros hermanos. Es el mundo que buscamos y que creamos para nosotros mismos cuando, por ejemplo, damos con algo que nos divierte o nos fascina y que nos empuja en una dirección determinada. A mí me pasó un poco de eso a la hora de despertar la pasión por ser periodista cuando a mi padre le propusieron ser corresponsal de un diario en un pequeño pueblo de la Vega Baja, o cuando cayó en mis manos a comienzos de los ochenta El periodista indeseable, un libro de Günter Walraff sobre sus trabajos de investigación.

La herencia y el entorno interactúan siempre. Buscamos acontecimientos y actividades que estimulen nuestros genes y que los hagan florecer, y huimos de otras cosas que nos intimidan o nos incomodan. Entonces es eso, más que unas específicas condiciones medioambientales, lo que definiría nuestra personalidad. Nuestros condicionamientos culturales y económicos nos aportan, evidentemente, distintas posibilidades de desarrollar nuestros talentos y, como es natural, heredamos valores y formas de pensar de nuestro entorno. Pero lo que sobre todo nos forma son las experiencias que no compartimos con nadie más y que en la superficie pueden ser invisibles. Como aventura ese personaje, son las que, a largo plazo, adquieren una importancia decisiva y nos hacen avanzar, paso a paso, en la vida.