Soy un preso de la tecnología, pero desde un punto de vista snob. Lo siento. Si se cruzan conmigo por la calle me verán con la vista inmersa en mi móvil de manzana mordida o en mi tablet del mismo fruto. Y en casa, pues más de lo mismo. Quizá sea por mi devoción por aquel cuarteto de Liverpool que 20 años antes de que yo naciera ya escribía en dorado su nombre en la historia de la música (para los más jóvenes, The Beatles crearon un sello discográfico cuyo logo era una manzana, pero sin mordisco). Lo que está claro es que no cuento con esta tecnología por sus innumerables funciones. Para mí, el móvil hace y recibe llamadas (también manda mensajes de texto sin cobro, incluso a veces sólo hace eso). Fíjense lo que les digo que no he aprendido a meter canciones en la memoria del teléfono para usarlas de tono de llamadas. Y miren que mi primer móvil, un ladrillo antigolpes, tenía un politono creado por mí mismo que quería parecerse al tema Just can´t get enough, de Depeche Mode... Ahora llevo el clásico ring ring de serie... Y no se debe a que no se me ocurran canciones para mis contactos. De hecho, la pasada Nochevieja caí en la cuenta de que puedo relacionar a todos mis conocidos con una canción. Fue al cruzarme con el gran César, un amigo de mi hermano, cuando paseaba a su perro por el barrio. Me vino a la mente 1979 de Smashing Pumpkins. Y luego pensé en otros amiguetes y junto a su nombre aparecía un título: Mi compañero de pupitre universitario Joaquín Pasión, de Monchi y Alexandra; mi mano derecha del instituto Vasko Cuando nada vale nada, de Soziedad Alkoholika; o, entre otros, mi familia, sí, al completo, con Mediterráneo, de Serrat.