La rutina está infravalorada. Seguramente por influencia del romanticismo y las vanguardias con su épica de la transgresión que durante décadas nos han hecho suponer que amamos la agitación constante, mientras que, según parece, aborrecemos la continuidad de lo mismo día tras día. Puede ser, sobre todo de vez en cuando. Pero hay algo de sabiduría callejera -y curada de tópicos- en la confesión de un buen amigo que dice disfrutar como ningún otro momento cuando vuelve a casa, ve a los suyos y comprueba que un día más todo sigue «sin novedad».

Debe ser por la conciencia pequeño burguesa de quien todavía no se ha enterado de que, según parece, en este mundo ya no cabe tener hogar ni sentirse a salvo, y la existencia entera no es más que una desarraigada y nómada extranjería. Debe ser. Pero ha de haber algo feliz en la rutina cuando, por ejemplo, aquellos que han padecido un largo o penoso ingreso hospitalario, aseguran echar de menos sus más insignificantes rutinas diarias, incluidas las domésticas. Incluso los viajeros más empedernidos admiten que el regreso a lo acostumbrado forma parte del encanto de viajar.

Lo cierto es que amamos lo acostumbrado tanto al menos como su interrupción, y de ordinario en lo decisivo preferimos que todo permanezca igual antes que se transforme de continuo. De hecho, cuando la rutina se nos hace insufrible solemos equivocar el diagnóstico al culpar a la repetición asidua. En realidad, no es la reiteración sino la falta de afición -de afecto- por algo lo que vuelve tediosa su costumbre. La prueba está en que todo lo que amamos verdaderamente nos hace amar también la rutina de su trato, de su presencia y de sus hábitos aunque sean completamente previsibles.

Por otra parte, el apego a la rutina esconde una certeza que los tópicos sobre la improvisación y el movimiento constante nos hacen perder de vista: la novedad genuina gusta de la rutina y hasta la produce en su derredor, precisamente porque «nuevo» es lo que no se gasta y siempre da más de sí. Hay novedad donde la costumbre no implica acostumbramiento. Solo odia la rutina quien no ha encontrado nada valioso a lo que volver de continuo. Pero en tales casos no es la rutina la culpable, sino la falta de valor en la propia vida lo que vuelve insufrible la repetición y condena a la necesidad continua de variación.

Solemos confundir aquello cuyo interés reside en que lo desconocemos, pero que una vez conocido agota su interés, con lo realmente interesante y que disfrutamos tanto más cuanto más lo frecuentamos. Por ejemplo, de casi todas las películas o novelas preferimos no conocer el final, salvo de aquellas que queremos volver a ver una y otra vez, sin cansancio. De hecho, lo realmente valioso en la vida se podría definir así: lo capaz de crear una rutina feliz, o de hacer feliz una rutina.

Además, hay personas, libros o películas que son como los secretos: nada intrigante queda una vez descubierto lo oculto. El conocimiento los consume y su repetición se nos haría penosa. En cambio, los misterios crecen cuanto más se sabe sobre ellos, y quienes los encuentran se habitúan a volver de continuo porque resultan inagotables. El misterio permite crecer en su conocimiento y, al mismo tiempo, saber cada vez mejor que uno lo desconoce casi todo. Y esa síntesis de conocimiento creciente y no menos creciente modestia tiene un nombre hoy en desuso: sabiduría.

No hablamos de sabios ni de la sabiduría porque ya no sabemos encontrar misterios en lo que vemos. En nuestro mundo en vez de sabios tenemos expertos que creen saberlo todo sobre casi nada, en realidad. Su natural inmodestia les lleva a intentar saber siempre lo que los demás no saben todavía, es decir, a saberlo antes y mejor que los demás. De ahí su sed de novedades y su poco aprecio por lo sabido y al alcance de todos. Ese gusto abunda entre los «intelectuales» y hasta cabe preguntarse si no es lo que convierte a alguien en «intelectual». Pero lo realmente interesante está tanto -o más- en lo acostumbrado como en lo insólito, y la inteligencia consiste más en no dar nada por sabido que en pretender saberlo todo.

Lo nuevo y lo interesante está siempre renaciendo sin haber llegado a consumirse. Por eso, cuando al final de las noches no quedan más que cenizas de los días, cada nuevo amanecer no es más que el reinicio de una consumición certificada. Por el contrario, cuando el sueño nos sorprende atesorando un bien que apreciamos, el día empieza como una novedad irrepetible y, sin embargo, completamente llena de rutinas queridas.

Son recurrentes los cuentos en los que se espía a quien disfruta de una riqueza inexplicable para descubrir dónde esconde su tesoro. La propia palabra «rutina» (del francés, route), significa ruta o camino asiduo. Por eso deberíamos indagar si poseen algún bien oculto todos aquellos que se apegan a una rutina persistente, mientras que más bien deberíamos desconfiar de quienes tienen que cambiar continuamente para no hundirse en las arenas de las costumbres.

La vida humana está hecha de realidades cíclicas pero cuyas repeticiones están contadas: días, estaciones, años. Si la felicidad requiere alguna capacidad sobre cualquier otra esa es, precisamente, poder sobrevivir palpitante en las rutinas: ser capaz de volver a empezar desde el principio en cada nueva ocasión sin pretender ni necesitar que sea la primera. Nadie tiene ese poder por sí solo. Es necesario haber sido afortunado con el hallazgo de lo que no se gasta y crece cuanto más se frecuenta. Todos hemos tenido experiencias de ese tipo: el amor, los hijos, la amistad, las aficiones, un oficio amado. Fragmentos de una promesa de rutinas felices e inacabables.

Añoramos el cumplimiento de esa promesa aceptando de buen grado cada recomienzo como una oportunidad más, a sabiendas de que la vida requiere la acostumbrada ingenuidad -la rutina- de esperar lo inesperable, lo mejor. Nos lo deseamos cada año con inexcusable reiteración. En nuestros rutinarios deseos de un feliz Año Nuevo hay un misterio que no deberíamos desdeñar: la necesidad de poder empezar de nuevo, para tal vez hallar lo que haría felices nuestras rutinas.