Tengo un dolor aquí, del lado de la

patria Cristina Peri Rossi

Escritora uruguaya

e temo que la cuestión catalana no es más que la punta de un enorme iceberg. España, como estado-nación atraviesa momentos delicados que precisan una reflexión serena. La historia, que es testaruda, nos ha enseñado que ante crisis políticas no resueltas, las propuestas populistas, fascistas y los nacionalismos excluyentes suelen irrumpir con una fuerza renovada. Reconocer el problema es un avance pero no es suficiente. Convendría preguntarse cómo o por qué hemos llegado hasta aquí. Si hacemos un análisis valiente, quizá, sólo quizá, tengamos la solución en nuestras manos.

Tendríamos que aceptar que así como millones de ciudadanos nos sentimos españoles, habrá quienes legítimamente se sientan vascos, catalanes o gallegos. Esto, lejos de suscitar recelo, debería aceptarse con absoluta normalidad. Desde que asomamos por estos mundos de Dios, desarrollamos afectos y sinergias por nuestro entorno más cercano, aprendemos a valorar nuestras costumbres y nos sentimos concernidos por una intrahistoria colectiva. Buscamos, con ahínco, ser parte de una sociedad que dé respuestas a nuestras necesidades. Y casi de forma imperceptible se gesta en nosotros eso que vienen en llamarse sentimiento patriótico. Pero la patria debe ser lo suficientemente atractiva y sugerente como para cautivarnos. El Estado debe enarbolar valores, principios e ideas de las que nos sintamos partícipes. Mas, cuando esas filiaciones patrióticas se basan en una pretendida superioridad étnica, en el odio al diferente, en la propaganda o en la distorsión de la historia y de los hechos, entonces debemos olvidar la compostura y llamar a las cosas por su nombre. Eso no es nacionalismo; es, lisa y llanamente, paranoia que ha de ser combatida sin compasión. Un día, cualquier botarate, al que la cena le hubo de resultar indigesta, decide llamarnos maketos y al cabo de un tiempo casi mil muertos descansan en los camposantos de España. Los nacionalismos rancios, como las armas, los carga el diablo.

Será porque soy un sureño impuro, de corazón limpio y mirada franca, que solo ve semejantes donde otros ven diferentes. Frente a los que alardean de pedigrí, me alegra saber que por mis venas fluye sangre celtíbera, goda, sueva, alana, vándala, musulmana y romana. Sí, me siento español, enésimo descendiente de generaciones que, con luces y sombras, forjaron una identidad única. Decía Unamuno que el fascismo se cura leyendo y el racismo viajando. Pues leamos y viajemos más; mezclémonos y desoigamos los embustes de quienes, para esconder sus vergüenzas e ineptitud, han hecho del peor nacionalismo una vulgar tapadera.

No debe ser casualidad que el nacionalismo catalán comience a gestarse a finales del siglo XIX, coincidiendo con un considerable despegue económico e industrial de Cataluña, auspiciado, además, por la considerable entrada de capitales por la pérdida de colonias españolas. Se colige que se es separatista en tiempo de bonanza y unionista cuando amenaza tormenta.

Digamos toda la verdad. Los nacionalismos periféricos han encontrado en la corrupción una aliada muy valiosa. El envilecimiento generalizado ha provocado una desconfianza en nuestras instituciones y un hartazgo hacia la política o, lo que es lo mismo, el debilitamiento del Estado. Momento que es aprovechado para que nuestros enemigos muestren sus fauces. Atrás quedaron los días en los que un Honorable despachaba a la prensa libre con aquello una altra pregunta, aquest tema no toca. Naturalmente que toca. Toca preguntarse por qué la Justicia no ha recuperado su independencia; por qué Urdangarin y Pujol están libres mientras que el señor Junqueras sigue (mientras escribo estas líneas) entre barrotes; toca preguntarse por qué la destrucción de pruebas, las donaciones a cambio de adjudicaciones públicas, el pago de la sede genovesa con dinero negro o los sobresueldos siguen impunes; toca preguntar por qué el presidente de la primera compañía eléctrica del país gana siete millones de euros mientras millones de familias apenas pueden hacer frente al obsceno recibo de electricidad. El señor Soria, obligado a dimitir por tener cuentas en paraísos fiscales, declaró que las compañías eléctricas acudían a su despacho con los decretos ya elaborados; éstas, en un alarde de cinismo difícilmente superable, argumentaron que esto formaba parte de las conversaciones con el gobierno. Lástima que los políticos levanten las alfombras sólo cuando dejan de pisarlas. Las revelaciones de Soria, de una gravedad extrema, prácticamente pasaron desapercibidas en los medios. Toca preguntarse, también, por qué se construyen aeropuertos sin aviones, autopistas sin coches y un tren de alta velocidad inviable que solo unos pocos podrán permitirse. Toca preguntar por dónde va el tres per cent; si por el quatre, el cinc o el sis.

La disidencia pasiva y complaciente de todos nosotros de nada sirve frente a quienes, por salvar sus posaderas o preservar sus privilegios, están plenamente decididos a arrastrarnos hasta el abismo. Siempre me ha gustado acudir al origen etimológico de las palabras, pues nos revela significados puros, desprovistos de aditivos y demás artificios semánticos. La voz patria vendría a significar tierra paterna; un precioso significado, sin duda.

En lo que a mí respecta, la patria es mucho más que una bandera, un himno o un desfile militar. Todo eso no es más que la carcasa. La patria es, o debería ser, la tierra que nos ampare y nos trate realmente como iguales; que nos ofrezca la posibilidad de ganar un sueldo digno con el que cubrir las necesidades básicas; la tierra en la que los necesitados y los más débiles no queden abandonados a su suerte; la tierra en la que las tremendas desigualdades mermen y la prosperidad quede más repartida; la tierra en la que los malos paguen sus culpas y los buenos encuentren paz; la tierra en la que el pater sea un ejemplo a seguir.

Cumplido este sueño, los enemigos de la patria (que siempre los hubo) desaparecerán entre la niebla y será entonces, sólo entonces, cuando, al sonar nuestro himno, el corazón de todo un pueblo, con sobradas razones, palpite orgulloso y emocionado.