Son las tres de la madrugada y compruebo que me he quedado dormido con la novela, que hace tres meses ella abandonó sobre la mesilla de su lado de la cama, encima de mi cara. Me gusta ver qué subraya y las anotaciones que hace en los márgenes de sea lo que sea que lea. Creo que eso mismo hacía ella con mi vida y sé, que como muchas otras cosas que hubiese debido decirle, esto tampoco se lo dije.

Me he preguntado muchas veces por qué se marchó, sin explicaciones y sin sus cosas y me he ocultado las respuestas. Siempre se me ha dado bien protegerme.

Son las tres de la mañana y el pasado insiste llamando a mi puerta. Tardo en reaccionar y bajar a abrirle por las escasas horas de sueño.

Abro y tiene su delicada mano puesta de nuevo en el timbre. Su imagen me hace dudar si acaso estoy despierto. Está en ropa interior, un sujetador y unas bragas blanco roto, parece una novia en una mala noche de bodas. Va descalza. A pesar de la oscuridad, se aprecian hematomas en su cuello y sus muñecas y magulladuras en las rodillas. Está excesivamente delgada e insultantemente bella.

Me aparto para que pueda pasar sin mediar palabra. La acompaño al baño sin hablar y le acerco su albornoz, que como todo lo demás, aún conservo. La conozco lo suficiente para saber que todavía no quiere hablar, también para saber cuándo necesita que lo haga yo y no hacerlo, sin embargo.

Le preparo un vaso de leche caliente y enciendo la chimenea. Le saco uno de mis pijamas. A ella le gusta usar mis pijamas, dice que es como sentir que la abrazo toda la noche.

Sale de la ducha con ese pijama que le sienta bastante mejor que a mí. Parece tan distinta. Lleva el pelo corto, platino y la mirada gris, desolada. Se sienta frente a mí, las piernas dobladas ofreciendo las rodillas magulladas a la barbilla, que reposa sobre ellas y los pies descalzos sobre el asiento. Se calienta ambas manos con la taza y comienza a hablar.

—Te lo cuento para poder creérmelo y para que lo sepas.

Empieza a hablar mirando algo que debe estar a cien kilómetros dentro de la chimenea.

—Como sabes me fui sin nada. Necesitaba romper ese círculo que habíamos trazado. Ese ni contigo ni sin ti. Ese bucle de peleas y reconciliaciones. La insatisfacción de no recibir lo que necesitaba y, a un tiempo, sentirme insuficiente para ti. Huir de esa fe tuya, que evidenciaba lo pequeña que era mi propia fe en mí. Me fui sin nada, como sabes, así que necesitaba dinero. La casualidad o la fatalidad, quién sabe, hizo que viese un anuncio en el que buscaban modelos de manos para una joyería. Siempre me han dicho que tengo unas manos bonitas, así que pensé que nada tenía que perder y probé.

El anuncio remitía a una joyería de lujo del centro, atendida por los propios dueños, Helena y Ernesto. Una pareja perfecta: jóvenes, atractivos y con clase. Escalofriantemente perfectos, pero no me di cuenta. Él era el fotógrafo. Las sesiones de fotos se hacían en la trastienda de la joyería. La trastienda era enorme y tenía varios ambientes y decorados separados por biombos, cuando estabas en uno de ellos no podías ver el resto. Digamos que los trabajos iban ascendiendo peldaños. Primero anillos, pulseras, sólo las manos. Así unas cuantas sesiones. Esas fotos se ofrecían para el público general, revistas especializadas y de moda, del corazón, periódicos. Me alababan continuamente, me aseguraban que estaba gustando mucho, que tenía algo diferente. Que mi piel era muy bonita decían, que sería bueno que publicitara todo el muestrario, gargantillas, collares, pendientes, brazaletes. Que las piezas resaltarían más sobre la piel, que la ropa era un obstáculo para su belleza. Me pagaban muy bien y yo, no sin cierto reparo, a todo decía que sí. Me propusieron dar ´el gran salto´, hacer sesiones para el catálogo exclusivo de ´la élite´. Helena me tranquilizó diciéndome que ella lo hacía hace tiempo, que me acompañaría en las primeras sesiones y que, incluso, podíamos trabajar juntas. Ernesto respaldaba con su sonrisa perfecta cada palabra que salía de la boca de Helena. Accedí.

Me propusieron que cambiase mi pelo. Lo teñí y lo corté, Helena y yo parecíamos gemelas. Pasaba el día con ellos, comíamos juntos, adapté mis gustos a los suyos, practicábamos deporte juntos. Comenzamos a ser tres. «Ya estás preparada», me dijo Ernesto. La sesión para ´la élite´ se llevaba a cabo en la última sala de la trastienda. Se trataba de una circunferencia negra, acristalada. Tras los espejos se ocultaba la élite. Eso lo supe después. Primero comenzó Helena, con la excusa de mostrarme lo que debía hacer. Estaba desnuda y unas esposas de oro blanco e incrustaciones de piedras preciosas pendían de una de sus muñecas. No llevaba ningún otro complemento, esa era la pieza que debía vender. Helena se retorcía suavemente, como un animal salvaje al acecho. Lamía las esposas, rozaba con ellas su cuerpo, sus labios, su sexo. Ernesto me pidió que me desnudase. Me besó. Rozó mi entrepierna repetidas veces sin llegar a introducir sus dedos y me dijo: «Estás lista, sal ahí y disfruta. Helena, tú caliéntala». Helena me arrastraba como en una coreografía. Generaba una espiral de la que no podía salir. Las sesiones se prolongaron. Piercings en los pezones, en el pubis, tobilleras. La excusa perfecta para practicar todo tipo de sexo bajo la atenta mirada de la anónima élite. Un peldaño más: Ernesto dejaba la cámara grabando y se unía al espectáculo. Yo me dejaba hacer, primero por Helena, luego Ernesto, después ambos.

Vivía con ellos. Elegían mi ropa, mi alimentación, mis rutinas, mis horarios, mi peluquería, mis médicos, todo. Estaba atrapada. No sabía cómo salir de allí ni tenía voluntad para saber si quería hacerlo.

´Hoy hay una fiesta. Quieren conocerte. Lucirás las joyas de la última colección. La élite te espera ansiosa´. Ambos daban por hecho que yo aceptaría. Primero fueron cenas. El ambiente, asquerosamente lujoso, me repugnaba. Esa gente, toda ella me provocaba náuseas, pero mi cuenta no dejaba de crecer. A las cenas se incorporaron los espectáculos en directo. Helena y Ernesto me desnudaban aún en la mesa y hacían lo propio en el escenario, que ocupaba el centro del salón. El público estaba hipnotizado, algunos incluso se masturbaban según avanzaba el número y las ventas se disparaban.

Aún quedaban más escalones en este juego. Lo he sabido esta noche. Tras el espectáculo, Ernesto me ha pedido que acompañe a unos clientes a su habitación. Un matrimonio maduro, de aspecto respetable. Yo no lo podía creer y tampoco me podía negar. Me han llevado hasta su habitación. Me han pedido que me ponga esa ropa interior que has visto hace un momento y el respetable señor ha comenzado a pegarme, mientras su respetable esposa se tocaba. Creí que me moría, pero la vida no es tan justa y no lo he hecho. Afortunadamente, estaban tan borrachos que se han conformado con eso y se han quedado dormidos y ahí es cuando yo he aprovechado para escapar por la ventana.»

Y esto es todo lo que soy y esto es todo en lo que me he convertido.

Se queda callada. No está llorando, está demasiado rota para hacerlo. Yo, como tantas veces no sé qué decir. Me levanto y me dirijo hacia ella y la abrazo con todos los abrazos atrasados y le digo que la quiero con todos los tequieros atrasados, porque no sé muy bien qué decir y porque, no sé muy bien por qué, es absolutamente cierto.