Los lectores de Dostoievski recordarán a esos personajes secundarios (Kirillov, Shatov, Lizaveta Tushina) que han dedicado su vida a una sola causa y que no saben vivir sin entregarse en cuerpo y alma a esa causa. Todos son activistas y soñadores devorados por completo por una sola pasión, ya sea política, filosófica o mística. Todos viven solos, casi siempre en un lóbrego cuartucho que limpia de tarde en tarde una vieja sorda. En su habitáculo no hay nada más que una vela y muchos libros apilados en el suelo. Esos personajes duermen en un sofá desfondado, llevan la misma ropa durante años seguidos y se alimentan de pan duro y té, mucho té. Su única actividad consiste en sacarse los ojos frente a un montón de papelotes desordenados, que guardan en una mesa que años atrás sirvió de mesa de despiece en una carnicería. No ven a nadie, no tienen amigos ni conocidos y sólo se relacionan con otros miembros de sus células revolucionarias, con los que se pasan horas y horas discutiendo cuestiones de dogma y de propaganda. No saben qué es eso del sentido del humor, desprecian la vida, son huraños y fanáticos y no toleran que nadie piense de forma diferente. Son infelices, por supuesto, pero no saben que lo son porque en su idea del mundo no existe nada parecido a la felicidad. Algunos de estos personajes, a fuerza de leer y leer sin ton ni son, han llegado a conclusiones muy extrañas. Kirillov, por ejemplo (uno de los componentes de la célula nihilista de Los Demonios), está convencido de que sólo será libre el día que se suicide, porque «la libertad completa sólo existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir». Otros, como el padre Ferapont de Los hermanos Karamázov, sólo comen pan, moras y setas; los demás alimentos le parecen diabólicos. El hombre está convencido de que cada día charla con el Espíritu Santo. Y luego, en sus ratos libres, se pone a vigilar a los demonios que intentan colarse por el techo del monasterio. Lo bueno del caso es que todos esos personajes estaban inspirados en personas reales que Dostoievski había conocido.

Pensaba en estos personajes de Dostoievski cuando vi el otro día a Marta Rovira en el programa de Jordi Évole. Esta mujer es, sin duda, un personaje secundario de Dostoievski. No es la única, claro que no, porque vamos bien servidos de esta clase de personajes, pero Rovira quizá sea la que mejor representa esta combinación letal de ignorancia, fanatismo y fariseísmo que los ingleses llaman self-righteousness y que sólo se me ocurre traducir como «falsas pretensiones de superioridad moral». Por fortuna para ella, Marta Rovira no malvive en un cuartucho ni se alimenta de pan seco y té, mucho té. Es más, tiene un sueldo envidiable y goza de muy buenas condiciones de vida. Pero su mundo moral es el mismo que el de esos sórdidos fanáticos de Dostoievski que malviven en los desvanes mal ventilados. Y como ellos, ella también se pasa la vida leyendo a la luz de una vela miles de papelotes que sólo repiten lo mismo, siempre lo mismo: las mismas ideas, las mismas frases, incluso las mismas palabras. Y en ese mundo hermético no entra jamás ni una sola idea distinta, ni una sola ironía, ni una sola cabriola mental que escape del férreo corsé ideológico en el que esa persona se ha encerrado, suponemos que voluntariamente y por su propio gusto.

Ese mundo no es el de una sociedad libre y sujeta al libre albedrío, sino el de una secta de iluminados que sueñan con el fin del mundo. Es el mundo de los conspiradores revolucionarios del siglo XIX. El de los ascetas que ahuyentan demonios que intentan colarse por el tejado. El de los trastornados que creen que sólo serán libres el día que se suiciden.

Es evidente que esta clase de políticos tienen una grandeza que no tienen los cínicos y oportunistas que abundan en nuestra clase política. Por supuesto que no. Pero da la impresión de que estos iluminados son mucho más peligrosos que los otros. Los demás, ya lo sabemos, harán cualquier cosa con tal de aferrarse a su cargo. Mentirán, manipularán, escurrirán el bulto, tomarán decisiones sabiendo que van a perjudicar a sus votantes, lo que sea. De acuerdo, los cínicos y los oportunistas son moralmente peores que los iluminados. Son mentirosos, venales, chapuceros. Sin duda.

Pero me temo que los iluminados son mucho más dañinos: no escuchan a nadie, no quieren apartarse ni un milímetro del camino que se han trazado y se creen en posesión de una verdad que nada ni nadie podrán derrotar jamás. De tanto ahuyentar a los demonios que intentan colarse por el tejado, de tanto leer papelotes a la luz de una vela, de tanto soñar con la liberación definitiva de sus conciudadanos, están dispuestos a sacrificar a todo el mundo con tal de alcanzar esa libertad absoluta que sólo ellos saben dónde está. Sacrificar a todo el mundo, insisto. Incluidos ellos.