De vez en cuando no está de más dejarse traicionar por la belleza, seguir el instinto que nace no del cálculo de resultados, sino de las propias debilidades, sin prestar atención a las advertencias del sentido común. Y no por la belleza con mayúsculas sino por la simple atracción de las cosas bonitas, que es lo que le pasa a Florence Green con su empeño en montar una librería en el lugar y el momento equivocados, según se cuenta en la novela de Penélope Fitzgerald y la película de Isabel Coixet. Es como perseguir sueños cuando quedan ya muy pocos a la disposición de uno e incluso ya es posible que sea tarde. Se necesita entonces una buena dosis de autoengaño para convencerse de que «los seres humanos no se dividen en exterminadores y exterminados, y que los exterminadores tienden a colocarse en situación dominante en cuanto pueden». ¿Sabe ella que su empresa está condenada al fracaso? ¿No ha aprendido todavía que la bondad no es una garantía de éxito en un mundo cruel? ¿Es la belleza solo una distracción, un cebo para mantener a ciertas personas apartadas de las cosas prácticas, donde se disputa lo importante? Desde el principio de la historia se nos advierte de que apuntar demasiado alto solo puede conducir a que se ponga en evidencia la debilidad del carácter. Pero ¿no es nuestro destino común salir al encuentro de la decepción? ¿Con qué ojos miramos entonces a Florence Green cuando deambula por caminos abandonados, acantilados erosionados por el viento, entre casas en ruinas, acosada por banqueros, fantasmas y demás imágenes de desastre y naufragio? ¿Podemos mirarla con amabilidad, como ella mira las cosas: con un poco de valentía, para mantener el miedo a raya; con humor, para dejar su espacio a los fantasmas; con un punto de inconsciencia, para desafiar a los exterminadores? No hay muchos que la miren así, cada uno huye del fracaso como puede, pero esta historia nos enseña que en medio de la decepción, solo brilla la belleza de las cosas pequeñas, como los marcapáginas chinos pintados sobre seda y los libros que los acogen bien clasificados en las estanterías a la espera de que alguien se los lleve. Y ese destello tan difícil de apreciar de las cosas insignificantes permanece en la librería de Florence Green como la promesa de que lo que amamos, aunque sea una quimera, nunca desaparece. «Los libros eran como la chatarra, que no pierde su valor por mucho que se mueva de un lado para otro».