"Los viejos problemas requieren nuevos enfoques". Así iniciaba Donald Trump el comunicado con el que anunciaba el traslado de la embajada estadounidense desde Tel Aviv a Jerusalén. Es cierto que la mayoría de las decisiones del presidente no traen nuevas recetas, sino vueltas a un pasado proteccionista y que, más que novedosas, sólo nos retrotraen a un pasado que casi nunca fue mejor. Pero en esta ocasión creo que Trump acierta. Intentaré explicar por qué.

La inmensa mayoría de medios occidentales y líderes europeos son quienes más han criticado la decisión basándose, no tanto en cuestiones políticas, como en las reacciones que el traslado a Jerusalén implicaría. Es decir, temen una nueva escalada de violencia en Oriente Próximo y repercusiones en la acomodada Europa en forma de terrorismo. Claro. Porque, hasta el 6 de diciembre, día en que Trump realiza el anuncio, los terroristas de Hamás y la endeble Autoridad Nacional Palestina (ANP), eran una pandilla de ´girl scouts´ que se dedicaban a vender galletas puerta a puerta, recaudando dinero para comprar aceites para las barbas de sus líderes.

Hasta esta semana pasada, parece ser, no han existido incontables guerras contra Israel desde el mismo día de su independencia, ni se han cometido terribles atentados terroristas en Europa y Oriente Próximo; tampoco ha habido ataques antijudíos en Europa. No. Tampoco la ANP estaba corrompida hasta la náusea, ni habían reventado las negociaciones de paz en incontables ocasiones.

Lo único que cabe esperar es una mayor visibilidad de la violencia contra Israel, con el único fin de atacar al presidente norteamericano. Porque no es que se haya desatado estos días una violencia anormalmente brutal, sino que, por un interés político, ahora esa violencia se muestra como algo circunstancial y ligado a una decisión de Trump. Y no. Los terroristas y los extremistas sólo saben reaccionar sometiendo y atacando a la población ante todo lo que no sea concederles todo lo que piden. Y, de conseguirlo, entonces, empezarán a servirse ellos mismos lo que necesiten.

Pero hay más motivos para pensar que puede ser una decisión acertada. Y es que, puede parecer obvio, pero un Estado soberano tiene plena libertad para decidir qué ciudad es su capital. ¿Se imaginan a la Unión Europea diciéndole a España que devuelva la capitalidad a Toledo? Jerusalén es la capital oficial de un Estado que fundado al amparo de la ONU y son, paradójicamente, los propios Estados promotores de aquella decisión quienes niegan ahora el reconocimiento de Jerusalén como capital. Pero, es más, Jerusalén no sólo ha sido la capital histórica de Israel, sino que, viendo lo que rodea a Israel y cómo se las gastan los líderes palestinos, creo que no hay mejor paraguas para la ciudad que el israelí.

Desde luego, es innegable el carácter sagrado de Jerusalén para las tres grandes religiones monoteístas y, por eso mismo, sólo Israel, que reconoce la plena libertad de culto y cuenta con los recursos para garantizarla, debe ser quien se encargue de su gobierno y gestión. La ley y el Estado de Derecho son las vías para garantizar la estabilidad y el pleno ejercicio de los derechos individuales, incluida la libertad de credo.

En la región, sólo Israel entiende y reconoce la necesidad de proteger la proyección civil del hecho religioso, permitiendo, por ejemplo, la gestión conjunta con el autoridad islámica de los lugares sagrados musulmanes en el Monte del Templo, espacio también sagrado para los judíos, por más que la UNESCO se empeñe en lo contrario. ¿Sería esto posible con cualquier otro responsable? ¿Se imaginan, por ejemplo, media Jerusalén en manos de Hamás? ¿Creen, acaso, que la influencia de los hermanos iraníes, esos que cuelgan homosexuales en grúas, haría de Jerusalén un mosaico interreligioso y pacífico?

Trump no pasará a la historia como uno de los mejores presidentes de Estados Unidos e, insisto, creo que se equivoca en multitud de cuestiones, pero hasta un reloj averiado da la hora correcta dos veces al día. Los líderes europeos mientras tanto, muestran miras muy cortas, pues en este caso no se trata de desmarcarse de Trump, sino de centrarse en la cuestión fundamental y que sobrepasará en el tiempo la presidencia de la ambición de piel naranja: Israel como garantía de estabilidad en Oriente Próximo y barrera de contención del islamismo radical para Europa.

Pese a todo, una nada desdeñable parte de la clase política europea sigue poniéndose de perfil, reconociendo el papel fundamental de Israel, pero sin querer comprometerse. Confunden la tibieza con la moderación, la proporcionalidad o la justicia. Al terror y al totalitarismo se le combate, no se le apacigua por medio de ningún cambalache. La tibieza en política es sinónimo de equidistancia y, cuando en un extremo está el bien y en otro el mal, es peor, pues se torna en connivencia con este último. Porque la tibieza, en política, lleva a la decadencia; y tras ella, sólo queda esperar la ruina.