Si a Margaret Thatcher se la conoció como La Dama de Hierro, a Theresa May, la primer ministro británica podríamos apodarLa Dama de Plastilina. Si aquella se caracterizó por la inflexibilidad en la defensa de sus principios, dimitiendo cuando no tuvo posibilidad de atenerse a ellos, Theresa se ha distinguido hasta el momento por su enorme capacidad de desdecirse y atravesar sin rubor todas las líneas rojas que previamente ella misma había dibujado.

En realidad me da pena la pobre Theresa. Por lo pronto, ella no era partidaria del Brexit, aunque hizo una campaña por la permanencia de medias tintas y escasa convicción. A pesar de ello, y como solución de compromiso con los perdedores, su partido le encargó la ingrata tarea de dirigir el proceso del Brexit, la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, se supone que en contra de sus convicciones. Aquí ya dió Theresa una primera muestra de su gran flexibilidad.

En su nuevo papel, Theresa no dejaba de repetir que «había que hacer del Brexit un éxito». Ante esa insensible proclama, en una ocasión Jean Claude Juncker, el presidente de la CE, le espetó: «El Brexit nunca podrá ser un éxito». Y es que el Brexit es básicamente, y siempre lo será, un asunto trágico, cuyas consecuencias nunca podrán ser buenas ni para Gran Bretaña ni para la Unión Europea. Eso lo sabía hasta la propia Margaret Thatcher, que bajo todos sus instintos nacionalistas y su dureza negociadora, siempre supo que el lugar natural del Reino Unido estaba dentro de la comunidad de países europeos, con todas las excepcionalidades que hubiera que negociar.

Las brutales consecuencias de la separación de Europa solo empiezan a ser percibidas ahora por los dirigentes británicos, que llevan un año y medio mirándose el ombligo e intentando pactar entre ellos una postura negociadora y un horizonte de objetivos, como si todo dependiera de su soberana voluntad. En realidad, Reino Unido ha sentenciado ya su futuro y cuenta con muy escaso margen de maniobra para redirigir los asuntos en la dirección que más les podría haber favorecido.

La muestra más palpable la hemos tenido esta semana, cuando Theresa May y su Gobierno no han tenido más remedio que plegarse a las exigencias negociadoras de Bruselas, en todos y cada uno de sus términos. Si hasta ahora los británicos no terminaban de darse cuenta de que su capacidad de negociación era mínima, nunca olvidarán el baño de realidad que se han llevado estos días.

En cuanto a la factura que pagarán para saldar sus compromisos económicos, la cifra es básicamente la que planteó inicialmente Bruselas: alrededor de 50.000 millones de euros. Aunque no se ha afinado hasta el último euro, sí que se ha establecido la metodología de cálculo, y esos son los números que resultan. Gran Bretaña seguirá contribuyendo al presupuesto europeo hasta 2020, sin tener ya a ninguna capacidad de influencia ni decisión a partir de su salida, marcada para el mes de marzo de 2019.

Por otra parte, los ciudadanos europeos que viven actualmente en Reino Unido, y los británicos que viven en Europa, tendrán todo el derecho a permanecer, y a que sus familiares directos puedan reunirse con ellos. Ya veremos qué pasa con los que quieran entrar después de que sea efectivo el Brexit, y con los que, habiendo conseguido el derecho de residencia, salgan del país durante un cierto período de tiempo. Muchos detalles faltan aún por concretar.

Lo más duro de resolver ha sido sin duda la cuestión de Irlanda del Norte. La solución que se le ha dado finalmente resulta probablemente una manifestación anticipada de lo que probablemente será el final negociado de toda esta historia: un Brexit suave, en el que el Reino Unido se mantendrá ´plenamente alineado´ con la legislación del mercado único, lo que conllevará casi necesariamente la pertenencia a la unión aduanera y el sometimiento a la jurisdicción de los tribunales de arbitraje europeo.

Y todo para evitar un mal mayor: el desmembramiento del Reino Unido tal como lo conocemos. Porque el populismo probrexit, de una emocionalidad y estupidez más que probada, que cegó a la gente con promesas de ahorros de dinero, políticas antiinmigración y casposo soberanismo recuperado, no tuvo en cuenta que la salida del Reino Unido conllevaría enormes tensiones en Irlanda del Norte, Escocia, e incluso Londres, lugares en los que se votó decididamente por la permanencia en Europa.

Tanto la presidenta escocesa como el alcalde de Londres ya han pedido un trato similar al que ha garantizado May a los irlandeses del Norte: gozar de la nacionalidad europea por derecho de nacimiento (en Irlanda del Norte), la inexistencia de frontera física con Irlanda (Unión Europea) y mantenimiento de facto en el territorio del mercado único y la unión aduanera.

La única forma viable de mantener este estatus, sin separar económicamente a Reino Unido de Irlanda del Norte, y eventualmente de Escocia o Londres, será mantener a todo el país en las mismas condiciones. Lo dicho: un largo y penoso viaje hacia ninguna parte.