Cuando Montesquieu, hace varios siglos, propuso uno de los principios esenciales en los que se basan nuestros sistemas democráticos actuales, como es la separación de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial del Estado, tenía un problema muy diferente al actual. En aquella época el poder ejecutivo, detentado por monarcas absolutos, invadía las competencias de los otros dos. Pero en la época actual el problema es el contrario, legislar e impartir justicia resulta sencillo, puesto que con escribirlo en un papel es suficiente.

Ahora lo que resulta realmente complicado es que la autoridad se ejerza. Los ejemplos son numerosos, uno de ellos es Cataluña, donde el Gobierno ha sido finalmente arrastrado a aplicar el artículo 155 de la Constitución a regañadientes y casi pidiendo perdón por ello, además de la impunidad con la que ha contado el Gobierno catalán los últimos años para incumplir sistemáticamente las leyes de todo tipo sin que ningún poder del Estado actuara. Otro ejemplo del problema es el tema de la llegada del AVE a Murcia, donde una turba minoritaria es capaz de paralizar unas obras de vital importancia para Murcia y obligar a sentarse a dialogar al Gobierno, so pena de ser calificado de autoritario y poco dialogante, palabras que en la jerga progresista son el mayor pecado que se pueda cometer. La lista de casos sería interminable.

La definición de Estado como único depositario de la violencia legítima que debemos a Max Weber, y que ha sido enseñada así en las facultades de Ciencias Políticas durante mucho tiempo, debería ser revisada y ser sustituida por otra en la que se inviertan los papeles: la violencia para cualquier grupúsculo y el diálogo y el talante para el Estado.

Esta ausencia de autoridad no es algo exclusivo de nuestro sistema político, sino que su influjo llega a muchos rincones de nuestras sociedades. En el ámbito educativo, en el que me muevo, el profesor, la autoridad en un centro educativo, es discutida por familias y profesores y limitada por la Administración por medio de una enorme burocracia. La parte final de esta demolición programada de la autoridad docente empezó con la LOGSE. Se llenaron los centros con frases como «el alumno es el motor de su propio conocimiento» o «si un alumno no aprende es porque no está motivado», junto con lo peor del pensamiento de Rousseau. Y así, este tipo de eslóganes e ideas, repetidos una y otra vez, al estilo Goebbels, han generado una enorme desconfianza de familias y alumnos hacia los profesores, que se traducen en un enorme desgaste y profundo desencanto de muchos docentes en su profesión y en los casos extremos que vemos en agresiones. En honor a la verdad, en los últimos años ha habido tímidos intentos de revertir esta situación, sin que pasen de ser meras leyes sin una aplicación práctica y directa a lo que pasa en los centros.

Y de este vaciamiento de la autoridad no está exenta tampoco la familia. Hace unos años, en un programa de televisión, un famoso cantante decía que en su casa todas las decisiones se tomaban de manera democrática, es decir los cónyuges se hacían iguales a los hijos y renunciaban a su autoridad en aras de una buena convivencia. Sin ser antropólogo, parece ser que en la gran mayoría de las sociedades, se asume que el padre y la madre tienen una labor fundamental en la transmisión de unos valores a las generaciones futuras, que solo se puede realizar desde la premisa de la autoridad. Todo lo demás son experimentos que están abocados al fracaso.

Aunque el fenómeno del desmantelamiento de la autoridad no es exclusivamente español, es cierto que en España adquiere cotas más elevadas que en el resto. La anarquía y el poco respeto a la jerarquía en todos los ámbitos es algo propio de nuestra idiosincrasia. Ángel Ganivet, escritor de finales del siglo XIX describió en su obra Idearium español cómo eran sus compatriotas: un español es una persona que le gustaría llevar en el bolsillo un papel que dijera «este señor puede hacer lo que le dé la gana». No ha cambiado gran cosa hasta nuestros días. Esperemos, al menos, no acabar como el pobre Ganivet: ahogados en un río helado.