Los males no vienen por separado; a veces, nadie sabe la razón, se conjugan todos los vientos tóxicos y se asocian los efectos agrios del destino. Ahora, como si la muerte no tuviera un catálogo inmenso de impresentables para poder elegir y llevárselos al triunfo de una gloria de mediocres, se ha venido a fijar en Chiquito de la Calzada, cantaor flamenco de aquel barrio malagueño que le aportó un apellido artístico. En realidad era un cantaor flamenco que había caído en la trampa, tela de araña, de un programa de descubrimiento de chistosos en la televisión. Se llamó Gregorio, don Gregorio, porque yo no fui capaz de tutearle durante el par de horas que compartí con él y con su señora, también ya fallecida, durante la noche de la Gala de la Región, de TVE, en San Pedro del Pinatar y en las bambalinas del espectáculo. Don Gregorio, pues, era para mí un académico popular de la lengua que jugaba con la falta de conciencia e incontinencia propia de los héroes que son capaces de cambiar el lenguaje adaptado a una inspiración de su sangre, de glóbulos y RH nunca conocidos. Y era, aquí lo digo para dejar su memoria en su sitio, un tipo serio; harto de ir a cantarle a los japoneses a domicilio, empezó a simular los pequeños pasos de las gheisas a causas de sus vestidos de tubo hasta los tobillos. Lo demás vino rodado a causa de su propia fisiología de gracia no interpretada. La invención no tiene finito horizonte en nuestro país, como la imaginación que nos desborda a todas horas, vía última tecnología.

El azar le hizo popular y comenzó a frecuentar todo tipo de escenarios para hacer reír a la España de la mueca entristecida por las convulsiones sociales y políticas de un país entrevisto; tan vertebrado como todo lo contrario. Hasta recuerdo que, en algún caso, la lengua de la monarquía se dejó influir por los látigos de Chiquito que veía como sus conciudadanos le imitaban en los bares, en las oficinas, en las fiestas privadas, ninguneándole todos los derechos de autor que le correspondían; pagados, si acaso, con la gloria efímera del afecto generalizado. Es injusto comprobar que ha llegado a sus últimos días no precisamente nadando en la abundancia debida, sino todo lo contrario.

No creo necesario que haya que recordar la necesidad del humor, de reírnos de nosotros mismos y de los que nos dan pie a ello, a la mínima. Es una sana costumbre que aumenta nuestra capacidad de vida y nuestras aspiraciones de permanecer en este mundo desquiciado. La muerte de un humorista es una tragedia personal y colectiva; acabar con la posibilidad de la sonrisa o la carcajada, es un siniestro humano que debiera estar absolutamente prohibido.

Con la noticia de su fallecimiento, me he levantado con el pie cambiado y mi primera meditación ha sido: Tenía que ser a él, precisamente a él. Acordándome, claro está, del ejército de indeseables con salud.