Me viene a la cabeza una escena de la película Misterioso asesinato en Manhattan (1993), en la que Woody Allen dice aquello de «cada vez que escucho a Wagner, me entran ganas de invadir Polonia», para añadir, mientras juega al póker con Angelica Huston, que él no es bueno echándose faroles, al tiempo que gambetea con la preocupación de que le van a pillar.

Algo así sugería Puigdemont (KRLS) cuando negociaba convocar elecciones a cambio de su impunidad, hasta que alguien le apretó aún más, hasta su suicidio final. Y la solución que acariciaba (pues había hecho camino un arreglo para que no hubiera ni independencia ni 155) se agostó cuando por la calle y en las redes le empezaron a gritar «traidor». Es lo que tiene la impostura del chaqueteo y el timo.

Parece que no todo lo que rodea el tira y afloja de la declaración de independencia está dominado por el envanecimiento. Hay también miedo a las posibles consecuencias penales. Y ese recelo gravita sobre las maniobras de las partes empeñadas en encubrir y disimular el dramatismo de la realidad. Por un lado, el Gobierno pidiendo dilatorias aclaraciones sobre la ambigua declaración y, por otro, el frente soberanista amagando sin dar.

El voto secreto sobre la propuesta de «constituir una república catalana como Estado independiente» resulta cuando menos sorprendente, porque trata de enmascarar algo muy decisivo, la voluntad de quienes querían culminar el escarpado proceso.

Todo induce a pensar que un avispado penalista, al servicio la escuadra secesionista, habría advertido a los diputados de tomar esta precaución para aligerar el peso del temido código penal, pues si bien la fiscalía podría tener medios para determinar quién votó qué cosa (dejando al margen a los que airearon para la televisión su voto negativo), bastaría con que uno solo de los diputados, que votó en contra o en blanco, no lo dijese y con que los demás se negaran a declarar para complicarle las cosas al magistrado.

A la liturgia del momento, le faltaba el sahumerio de la épica, pues el maquinista no abrió la boca cuando la guarda agujas anunció el tanteo de la votación (70-10) y el factor (y líder republicano) no quitaba ojo a los convergentes, pues llevaba veinticuatro horas con la mosca detrás de la oreja.

El ambiente era de circunspección porque el rechazo constitucionalista a participar en la votación dejaba el hemiciclo demediado, y los que permanecieron sentados no transpiraban ventura ni placidez. La sombra de la desobediencia a la ley no daba cuartel. Y eso, pese a que contaban con el calor de los munícipes que, con sus varas de mando al aire, sirvieron una vez más de insólita claque coral.

Los abrazos no llegaron hasta la proclamación de la escalera, momento en que los abertzales catalanes, sobre todo las huestes de la CUP, se fundieron eufóricos en la exaltación. Y conviene subrayar que, también la firma de la declaración non nata de independencia tuvo lugar fuera del hemiciclo, por imposición de la CUP y con Lluís Llach oficiando de sacristán. De nuevo, la mano del penalista, al quite para esquivar errores.

Un bienquisto letrado de Barcelona, Emilio Zegrí, me advierte que para entender qué es la tipicidad penal, hay que acudir a aquello que decía el gran penalista Octavio Pérez Vitoria: «El Código Penal es la Constitución del delincuente» Lo que significa que si la conducta de un ciudadano acusado de un delito no se ajusta exactamente y a rajatabla a lo que dice el Código Penal, debe ser absuelto. Beccaria lo formuló en latín: Nullum crime sine praevia lege. Tal vez parezca innecesario repetir la importancia de este derecho fundamental, pero «cuando acaba la razón y aflora el sentimiento, hasta los juristas tienden a olvidarlo».

Las horas vertiginosas del viernes, fueron precedidas por la tensión de la víspera cuando KRLS, al no lograr la respuesta que quería a las condiciones que había planteado para dar su brazo a torcer, dio marcha atrás en el anunciado amago de elecciones, que era la solución anhelada al otro lado del puente. Comicios a cambio de inmunidad personal. Todo menos el 155. Pero la riada de jóvenes estudiantes que desvió su cortejo para converger en la Plaza de San Jaime y gritar «traidor» al gran timonel, junto con la cara de póker del gallego apremiado, hizo saltar por los aires la última esperanza de los socialistas catalanes. Y con ello, se encendió la luz verde para la ya inaplazable «coerción federal».

El Senado, en estéreo con el Parlament, dedicó toda la jornada al trámite de la aprobación de la propuesta del Gobierno para la aplicación del recelado artículo. Pero el resultado del partido carecía de emoción en virtud de la mayoría absoluta popular, ampliada por los escaños socialistas y el apoyo Ciudadano. Un cómodo paseo, por tanto, para el para entonces hiperventilado presidente que se entregó a fondo en una intervención vibrante, tintada de solemnidad.

Estreno de mecanismo. Arquitectura nueva erga omnes. Y, por tanto, mucha precaución con los escalones. En el trámite no hubo espacio para sorpresas ni tiempo para filibusterismo. El Senado tuvo un momento de gloria, que borró, por un instante, las críticas que durante tanto tiempo se han ocupado de destacar su inutilidad funcional. En esta ocasión, fueron los senadores los encargados de abrir la puerta a la aplicación de un artículo constitucional.

Mientras se sucedían los parabienes en la escalera del Parlament y las emociones en el parque de la Ciudadela, en la plaza de Sant Jaume estallaban mediterráneos destellos de alegría, en forma de fuegos artificiales. Se estaban merendando la cena aunque sin desbordamientos. Contenidos y vigilados a distancia por unos Mossos en vigilia. Sin perder de vista que para que KRLS pueda ser acusado de rebelión, la insurrección requiere que el ciudadano «se alce violenta y públicamente... para derogar la Constitución... para despojar al Rey de sus prerrogativas y facultades... para declarar la independencia de una parte del territorio nacional».

Y mi consejero áulico en asuntos tan cardinales, se cuida de insistir en que la conducta del jefe de la Generalitat cumple con casi todos los requisitos, menos uno: el artículo 472 que castiga a quienes se alcen violenta «y» públicamente, no violenta «o» públicamente. Deben, pues, concurrir publicidad y violencia. La defensa de KRLS puede ampararse en que no habiendo sido violento su alzamiento, no puede ser acusado de rebelión.

Entretanto, el Gobierno (en encadenados consejos de Ministros) no se demoró en la aplicación inmediata de las medidas cuya anuencia acababa de lograr en la Plaza de la Marina Española. Y llegó la gran sorpresa cuando el presidente del Gobierno resumió la aplicación del 155 en dos golpes a la vez: el cese de todo el gobierno autonómico y la convocatoria de elecciones autonómicas inminentes, una letra a 50 días vista.

La decisión de alguien a quien se reprochaba su pasmo, sorprendió a todos, por inesperada e impropia del proceder, siempre previsible, de un gobernante a quien se le va blanqueando la barba pero se le empieza reconocer que maneja los tiempos con parsimonia y sin furia, algo tan poco español. Dejó tan descolocados a quienes seguían abrazándose en la escalera, que no hubo réplica, Y el Boletín Oficial del Estado comenzó a expectorar reales decretos con ceses y nombramientos. El contraataque estaba preparado.

¿No había dicho quien le nombró que «si no encontrara el ánimo para hacerlo o hubiera de reconocer su incapacidad», convocase elecciones en esta coyuntura crítica para España? No fue exactamente eso lo que hizo, no convocó elecciones generales, pero el brío con el que actuó no era testimonio ni de desánimo ni de incapacidad. Mas bien, lo contrario. Aunque eso no le exonera del yerro de haber actuado tarde. Pero uno no puede evitar, pensando en él y en su mentor, recordar lo que Woody Allen ha contado alguna vez sobre el rodaje de la película antes citada, que le sirvió de terapia para sobrellevar la conflictiva ruptura con su esposa de entonces: «¿No nos estaremos convirtiendo en un par de cómodos zapatos viejos?».

El momento político, al que le faltan secuencias, está marcado por la perplejidad de una opinión que, hasta recientemente, veía la cuestión catalana como algo lejano, con una percepción simplista y airada. Ya nada será igual, pero queda por delante un camino laborioso, no exento de sorpresas. De momento los consellers cesados se han quedado sin mosso de escolta ni coche oficial.

Seguimos. Ahora ya entre el Código Penal y el disturbio de la calle.