Una jovencísima Charlotte Brontë escribió una carta presentando sus poemas a un reconocido poeta de la época. Éste le respondió elogiando su altura literaria y al mismo tiempo intentando disuadirla del deseo de ser escritora e invitándola a concebir la literatura únicamente como un divertimento (al estilo del crochet o la repostería) ya que, al no ser el literario un oficio destinado a mujeres, se vería enfrentada a frustraciones y desengaños. Ser lista no estaba bien visto. Ella le contesta con agudeza y humor que, aun sabiéndose una mujer inteligente, se cuida mucho de que nadie llegue a enterarse. Las hermanas Brontë, a las dificultades propias del oficio que habían elegido, tuvieron que añadir la de ser mujeres en una época muy dura. Solo una tenacidad de gigante como la de ellas pudo permitirles alcanzar grandes logros.

No todas tenemos esa tenacidad, esa seguridad, ese edificio interior de las hermanas Brontë. Y aunque nuestra sociedad está por fortuna lejos de ser la sociedad victoriana, las niñas siguen siendo persuadidas por todos los transmisores culturales (series de televisión, anuncios, canciones, ropa, juguetes€) de que su mundo es cercano y pequeño y que está bien que así sea. Tan reducido se presenta el mundo de las niñas que, de todos los colores del universo, solo les corresponde uno, el rosa, asociado a los roles que se pretende que ellas desempeñen: el hogar, la belleza, los cuidados, la entrega. A los niños, por el contrario, les corresponden, excepto el rosa, todos los colores que existen. Potente metáfora, completamente visual, de cómo el patriarcado reparte el mundo desde la infancia. Decía Madame de Stäel, feminista avant-la-lettre, que la felicidad está en el desarrollo de las propias facultades. Cuando al 50% de la población se le rodea de mensajes que reducen su mundo a la mínima expresión, se están reduciendo sus posibilidades de desarrollar esas facultades y por tanto sus posibilidades de alcanzar la felicidad.

Todo empieza con el nacimiento. Hasta hace bien poco, para que una familia entrase en la norma social de manera exitosa, el primogénito había de ser un varón, el heredero natural en una sociedad como la nuestra donde la herencia tiene carácter patrilineal. Seguimos viendo en películas y novelas de época cómo se celebra el nacimiento de un niño, por contraposición al nacimiento de una niña. En este sentido, la monarquía española es la única corona europea que todavía contempla la primacía masculina en la sucesión y aunque la hija de Felipe VI pueda llegar a ser reina y es de hecho la heredera, nuestra Constitución no se ha reformado aún para ello y en el caso de que nazca un varón, el derecho dinástico recaería sobre él. Elocuentes mensajes que están diciendo a todas las niñas que son ciudadanas de segunda.

El patriarcado construye y transmite un relato que nos deja dentro de casa y nos pone al servicio de los hombres. El filósofo Rousseau en su libro V, hablando de la educación de ´Sofía´ (esposa ideal de ´Emilio´) recomendaba a padres y educadores interrumpir con frecuencia el juego de las niñas para que estas se fueran acostumbrando a su papel de servidumbre constante en la vida adulta. El patriarcado prevé que sean los hombres quienes produzcan cambios, marchen a la conquista, realicen hazañas, generando una épica masculina de grandes logros que pasa el testigo de un hombre a otro y sirve de modelo a los niños, que quieren emular tales ejemplos, al tiempo que son respaldados e impulsados por la sociedad en ese empeño. Mientras tanto, tradicionalmente las mujeres han tenido que quedarse en casa cuidando de la prole y contemplando el mundo a través de la ventana, ya que el mandato del patriarcado nos ha desautorizado directamente a realizar grandes gestas (como sucedió a las hermanas Brontë) y cuando no, nos ha dificultado el autorizarnos a nosotras mismas, disuadiéndonos de iniciar siquiera una tarea que no está prevista para mujeres.

Si entendemos épica como el relato de los grandes hechos, que inspira y sirve de ejemplo a las generaciones futuras, constatamos que las mujeres quedamos fuera de la épica de nuestra historia, hurtando con ello a las niñas de un modelo válido que las inspire y las ayude a autorizarse. Este hecho se verifica por varias vías. A la disuasión, mencionada en el párrafo anterior hay que añadir la invisibilización: las editoriales siguen olvidándose de incluir en los libros de texto a científicas, pintoras, escritoras, etc, a pesar de que ello estaba previsto en la ley 03/2007 y a pesar también de los esfuerzos que se han realizado desde distintos foros para exponer a la luz pública los trabajos de mujeres que habían sido confinadas a la sombra y al olvido. Y finalmente menosprecio: voces masculinas autorizadas sentencian que si las mujeres no están en la historia ni en los libros de texto es porque les falta talento o no han hecho méritos suficientes para ello. Se cierra el círculo.

Nosotras carecemos de épica porque esta ha estado reservada a los hombres, tal y como señala la filósofa Ana de Miguel. Nuestras niñas tienen que saber que hay opciones para ellas más allá de un mundo rosa y recubierto de purpurina. El patriarcado se empeña en embutir a las niñas en un espacio mínimo. Tenemos que hacerles saber, combatiendo a todos los transmisores culturales, que el mundo es ancho y diverso y que, además, también es de ellas. Debemos generar nuestra propia épica para que las niñas quieran subirse a hombros de mujeres gigantes.