Estoy harta, aburrida. Se supone que escribo para dar una opinión, pero me cansa dar una opinión que siempre se parece a sí misma. Como quien cruza esa puerta que, en La divina comedia, da acceso al infierno, he perdido toda esperanza.

Sin esperanza, las cosas se ven peor o, mejor dicho, se ven en toda su crudeza, en una crudeza que hoy se llena de banderas y de palabras que, en el mal uso y el abuso, pierden su significado: nación, democracia o legalidad.

Si yo fuera catalana tal vez estaría a favor de la independencia porque estoy convencida de que España no tiene arreglo y no culpo de ello a nuestros políticos. Están ahí porque nosotros los ponemos. Sin embargo, a diferencia de muchos catalanes, casi un 50%, yo no creo que una república catalana sea ese paraíso en el que «los niños serán más demócratas y más libres» (cito a una amiga catalana). No sé si envidiarlos. Al menos tienen una ilusión.

Lo malo de las ilusiones fuertes es que nos llevan a confundir la realidad con el deseo. Y cuando el deseo se estrella contra la capa dura de la realidad viene la frustración, la melancolía o la rabia. Algo de todo eso ya está de camino. No solo en Cataluña.

Para arreglarlo, el 155. En el anuncio de su aplicación, el presidente e inmediato resident Rajoy quiso empezar por lo que debía ser el principio, «Cómo hemos llegado a esto». Claro que él tomó el principio a mitad del camino y se olvidó de todo lo anterior.

Yo voy a recorrer parte de ese tramo, solo por aclararme.

Uno. El Gobierno de la Generalitat es anterior al Estado de las Autonomías y anterior a la Constitución vigente (la cual, solo por recordar, se redactó con las pistolas en la nuca), por lo que su legitimidad no se derivaría de la legalidad constitucional.

Dos. El PP recurrió ante el Tribunal Constitucional un Estatut que había sido aprobado por el Parlament, por las Cortes españolas y refrendado por el pueblo catalán. El Constitucional, como sabemos, dio la razón a los suyos, al PP, y dejó el Estatut en algo que nadie había votado ni querido.

Tres. Al mismo tiempo, el PP orquestó una campaña anti catalana por toda España, con recogida de firmas y con boicot a los productos catalanes (que, por cierto, son españoles. ¿O no?).

Ante el desaguisado, el PP, el PSOE y Ciudadanos se aferran al mantra de la unidad de España y niegan la única opción razonable para salir del atasco: un referéndum, que podría ser solo consultivo.

Como colofón, la aplicación del 155 implicaba darle el contenido del que carece y ahí lo tenemos: supresión de la autonomía de Cataluña, manu militari si hace falta, y toma de los medios de comunicación para garantizar una objetividad de la que es ejemplo TVE. Menos mal que todo se hace para ´normalizar´ la situación.

El Gobierno utiliza a Cataluña para despertar los instintos más despreciables del nacionalismo español, con finalidad electoral y para tapar tanto sus recortes como su corrupción, prácticas a las que la ex CIU tampoco es ajena. Al mismo tiempo, este tsunami barre el efecto Pedro Sánchez al convertir de nuevo al PSOE en comparsa de un PP triunfante.

Así están las cosas o así las veo. ¿No es para estar cansada?