Puigdemont se debatía entre convocar elecciones en Cataluña, declarar la independencia o vete tú a saber qué cuando conocimos a Fany (su nombre y el de todos los niños que aparecen en este artículo son ficticios por razones obvias). Fany tiene apenas cuatro días y reposaba en su balancín ajena a si en el Senado se acordaba cómo aplicar el artículo 155 de la Constitución española. Rita estaba a su lado y sonreía, casi siempre sonríe, y lucía el aspecto de esos bebés que parecen angelotes sacados de un cuadro de Rubens. Reyes abría sus preciosos ojos como, si a pesar de sus pocas semanas de vida, quisiera captar cada instante. Ellas son las tres niñas más pequeñas que acogen en la Casa Cuna de Cartagena. Allí también nos encontramos con María, que se acercó como un rayo para estrecharnos entre sus brazos, mientras Sebastián, de seis años, nos preguntaba nuestros nombres. «¿Quiénes sois, qué hacéis?», añadía Pepe que, pese a ser el más alto de todos, se aproximaba a nosotros en busca de tanto cariño como el más necesitado de los 29 niños que, en estos momentos, cuidan y atienden en el centro de acogida de menores de nuestra ciudad, un lugar que todos deberíamos visitar con frecuencia para percatarnos de la cantidad de tiempo que malgastamos con tonterías y estupideces, de que nos distraemos con problemas que no existen, que nos inventamos o que son una ridiculez, sobre todo, si los comparamos con las situaciones por las que han pasado todos estos pequeños, a pesar de su corta vida, experiencias que los marcan para siempre y que les ayudan a superar y a aliviar en esta casa tan necesaria para todos y de la que nos deberíamos ocupar y preocupar todos.

Porque, no nos engañemos, no nos dejemos engañar. Fany, Rita y Reyes no han acabado en la Casa Cuna por su propia voluntad. Como tampoco lo han hecho, pese a que ya cuentan unos añitos, María, Sebastián ni Pepe (insisto en que son nombres ficticios). Porque todos sabemos que un niño es una bendición, que merece todos nuestros cuidados y atención, que nos comeríamos a besos y lo abrazaríamos durante horas para que sienta nuestro calor, nuestro amor. Y nosotros el suyo. Pero también sabemos que algunos no lo saben, lo han olvidado o están tan perdidos que, en el mejor de los casos, abandonan a estos pequeños a su suerte. Soy de los que prefiere pensar que la bondad del hombre es infinita y que son más las personas que hacen el bien, pero la realidad no deja de demostrarnos que la maldad de la que somos capaces parece no tener límites.

Afortunadamente, contamos con centros que se convierten en un gran hogar para estos pequeños desahuciados, donde cuentan con decenas de hermanos temporales, donde sus cuidadoras y sus responsables se desviven para que se sientan en su casa, donde pasan meses y años a la espera de que sus familias se recuperen para prestarles la mínima atención que precisan o de que puedan marcharse con unos nuevos papás, porque los que los que los trajeron al mundo han desaparecido o se han desentendido de ellos.

Su estancia en el hogar de infancia puede parecer un drama, pero la realidad es que nada tienen que ver los centros de acogida de menores con esos orfanatos que nos han mostrado en algunas películas con cuidadoras irresponsables y descuidadas. Les animo a visitarlos y a comprobar que estas instalaciones son un auténtico hogar para los niños, pero no por el orden, la limpieza o el aroma que procede de la cocina a la hora de la cena, sino por el amor que se respira en cada rincón, en cada sonrisa, en cada habitación repleta de adornos infantiles y en cada cama donde aguarda el peluche favorito de la preciosidad que sueña tendida sobre ella cada noche.

Por eso me chirría que cada vez que hay una denuncia sobre un bebé robado, surjan los oportunistas que, una vez más, se aprovechan del anonimato y del supuesto escudo que otorgan las redes sociales, para arremeter contra las monjas, contras los médicos, los cuidadores o los voluntarios. Porque me da la sensación de que son muchos los que generalizan y meten a todo el mundo en el mismo saco, los que ven la oportunidad de difamar que algo queda, los que creen que todos los niños de acogida o adoptados han sido robados. Me consta el cariño que los pequeños tienen a todas las personas que les dan su tiempo, su cariño y su amor en estos centros de menores. Y hay cientos, miles de personas buenas que cuidan y que derrochan generosidad para entregarles a estos pequeños lo que otros han sido incapaces de darles.

No quiero ni imaginar el dolor que puedan sentir unos padres cuando les arrebatan a un hijo sin justificación, en los casos en que así haya sido, y desconozco qué se hizo en el pasado. Pero tampoco es justo demonizar la gran labor que llevan a cabo tantas personas que ponen todo su empeño en que cada uno de los niños que entra por la puerta de la Casa Cuna de Cartagena o de cualquier centro similar en cualquier parte del mundo salga lo antes posible en los brazos de una familia que le dé lo único que piden los niños: su amor.

Aunque, claro, eso no es noticia, y menos ahora que Puigdemont nos tiene a todos distraídos con problemas que no existen, que nos inventamos o que son una ridiculez.