Impresiona entrar al Palacio de Justicia un miércoles a las doce de la mañana y no ver un alma en su patio de entrada ni por sus pasillos. Hubo un tiempo en que aquellas estancias estaban repletas y bulliciosas. Sólo vi al guardia civil de la puerta, y subí por el ascensor hasta la cuarta planta sin encontrarme con alguien. Para el novato, esa planta es un laberinto, aunque la ubicación del despacho del fiscal jefe está perfectamente indicada. Hay que avanzar por unos pasillos más bien impersonales a cuyos flancos se suceden oficinas con diversos rótulos que permanecen aparentemente vacías. Todo es silencio y monotonía de mamparas como de teka y cristales opacos. Al final, al fondo, el despacho del fiscal, y a la puerta, el secretario judicial. Un poco más allá, un funcionario a su mesa. El fiscal es un señor muy amable que elimina toda solemnidad en el trato y contribuye a la tranquilidad del visitante, incluso le ayuda a esclarecer su declaración, seguramente torpe y nerviosa, porque hay circunstancias sobre las que no hay costumbre, por fortuna. Mientras uno regresa a la luz de la calle por esos pasillos y ese ascensor piensa en cómo latirán los corazones de aquellos que acuden allí a dar cuenta de sus pecados, reales o supuestos, y qué sentimientos los asaltarán. Todo tiene apariencia de cotidianidad, menos para quien es reclamado a acudir. Cuando regresé a la Redacción tras mi paseo por ese casi despoblado palacio supe que esa misma mañana habían estado allí también el expresidente Pedro Antonio Sánchez y el periodista García Cruz. Qué pena, me habría encantado saludarlos.