El nacionalismo catalán acaba de poner sobre la mesa del Gobierno, y de todo el resto de instituciones que deberían vertebrar la Nación, la oposición, la Justicia, los Parlamentos, todos, incluidos los autonómicos, una ocasión irrepetible para reconstruir un Estado que llevamos deshaciendo desde hace cuarenta años. Las pruebas de hasta dónde conducen el ordenamiento jurídico actual, y la tolerancia hacia su incumplimiento, los pactos bajo mano de todo tipo que se han hecho con los nacionalistas, y el entreguismo general, empezando por el lenguaje (hace unos días pude leer, en una reseña sobre un grupo de rock proetarra, que era muy importante en el panorama del ´metal estatal´, o sea, que el Estado produce metal rock o que el metal rock es propiedad del Estado, y todo para no usar las palabras España y español, y no herir la delicada sensibilidad de estos tipos tan duros), todo eso es lo que ya tiene que cortarse de raíz.

Si se hubiera intervenido hace años, desde el caso Banca Catalana o las leyes de inmersión lingüística absolutamente discriminatorias e inconstitucionales; si no se hubieran cedido impuestos, ni una policía que iba a convertirse en lo que es, una fuerza de partido; si don Zapatero y el PSOE-PSC no hubieran eliminado el recurso previo de inconstitucionalidad, que habría impedido la votación del nuevo e innecesario estatuto hasta después de haber sido revisado por el Tribunal Constitucional; y si, en fin, el actual Gobierno hubiera intervenido mucho antes, cuando además tenía mayoría absoluta, nunca habríamos llegado al momento en que ya no vale otra cosa que la cirugía, y a fondo. Porque empieza a ser ya un cáncer europeo. Y ahí están la Padania, en Italia, y Flandes, en Bélgica, esperando aprovechar el caso catalán para desplegar nuevos casos del separatismo de los ricos, siempre contra el Sur.

Ahora hay que elegir entre la intervención blandita para parar la hemorragia, que es por donde parece que quieren ir PP y PSOE, o eliminar y limpiar sus causas para que no vuelva a manifestarse cada cuatro años, en cada convocatoria de elecciones autonómicas. Las banderas de España que han salido estos días a las calles no son para reivindicar, en absoluto, que haya que montar en jaca oyendo a Camarón por los cascos, sino para mostrar la hartazón ante el chantaje permanente, el incumplimiento impune de leyes y sentencias, la tabarra del hecho diferencial, el victimismo de quienes gozan de situaciones de privilegio, y el desprecio y la xenofobia racista con que estos niñatos nacionalistas nos tratan al resto de los españoles.

Las banderas españolas no vienen a pedir el regreso a ninguna dictadura, más allá de un pequeño movimiento residual que nunca pasa de unos centenares de personas. Las banderas de España son hoy las banderas de la democracia, de la libertad frente al brote neonazi que se ha apoderado de Cataluña, y que aún controla buena parte del País Vasco. Son las banderas que reclaman igualdad ante la ley.

Y la reconstrucción del Estado. Ese es el único sentido que podría tener una reforma de la Constitución de 1978, que nos devolvió las libertades, pero a la que le introdujeron, y esa fue la primera cesión, el virus de las nacionalidades que nos ha llevado a la práctica disgregación territorial. Bienvenido sea el Estado federal, si le quieren dar ese nombre, pero que sea federal, es decir, igualitario y plenamente simétrico. Para recuperar la movilidad, para que un español pueda acudir a cualquier hospital de España, a cualquier centro educativo con la garantía de que, sin menoscabo de las lenguas vernáculas, va a poder estudiar en español.

Y eso empieza por Cataluña. Y empieza por utilizar el 155 para rescatar los dos instrumentos esenciales que ha utilizado el nacionalismo en la preparación de la independencia: los medios de comunicación públicos, que en Cataluña ya son todos, y para lo que bastaría con acabar con las subvenciones y promover una prensa libre y una TV3 neutral; y la enseñanza. Sin ella, sin su desnazificación, jamás Cataluña volverá a ser un territorio libre ni España podrá vivir en paz.