Mientras Rajoy y Puigdemont juegan al póquer, las sociedades catalana y española sangran por el costado.

No soy de los que discurren por esta vida mirando por el espejo retrovisor. Casi siempre resulta estéril e incluso pernicioso. Pero en este asunto conviene saber de donde venimos. Desde hace demasiados años, mientras de forma abyecta e interesada los dos grandes partidos se ponían de perfil, los nacionalistas catalanes campaban a sus anchas, saqueaban las arcas públicas, cercenaban derechos a los insumisos e inoculaban odio en la ciudadanía. Se adoctrinaban niños en las aulas; se perseguía a los hispanohablantes; los díscolos al régimen eran señalados; los paraninfos se cerraban a la libertad y las resoluciones judiciales terminaban en las destructoras de papel. Pujol confesaba un delito y amenazaba con contar toda la verdad si iba a prisión. Muy poderosa y comprometedora ha de ser esa verdad porque hoy, todavía, sigue libre. Demasiado estiércol; tanto que cuesta respirar. ¿Cómo confiar al zorro las gallinas? España se enfrenta a una severa crisis política y quienes la han causado o permitido no pueden ser parte de la solución.

La transición española, culminada por la Constitución del 78, fue un hito mayúsculo de nuestra historia, que ha procurado cuatro décadas de paz y prosperidad. Mas la urgencia del momento dejó algunas grietas en el casco del barco que, lejos de cerrarse, se han hecho más grandes y peligrosas.

La Ley ni precede ni preexiste a la voluntad del pueblo sino que es fruto de la decisión de éste. Es verdad que esa voluntad ha de articularse debidamente, pues no podemos estar votando todo el tiempo ni de cualquier manera. De no haber reglas de juego, la Ley nacería viciada, no tendría vocación de permanencia; sería tan frágil y vulnerable que perdería su virtualidad. Pero tampoco debemos pecar de leguleyos ni escondernos tras el Derecho para pervertir su propia naturaleza. Las leyes no han de servir para silenciar libertades o aplacar sentimientos sino para canalizar debidamente sensibilidades y afectos plurales.

Desde hace demasiado tiempo, y por más que se quiera ignorar, una gran parte del pueblo vasco y catalán ha mostrado su inequívoco deseo por redefinir sus relaciones con el resto de los españoles. Por razones históricas, lingüísticas, culturales y consuetudinarias han forjado una identidad propia que merece ser, si no entendida, al menos respetada.

No es ésta la única grieta. Una parte muy importante de españoles no acaban de sentirse representados por nuestra bandera, himno o jefatura del Estado, por poner unos ejemplos. Me temo que la Guerra Civil dejó algunos rescoldos que, cuanto antes y por justicia, deben ser apagados de forma definitiva. Nuestra Guerra Civil fue, ante todo y sobre todo, la prueba dolorosa y terrible de lo que jamás debe volver a ocurrir.

Creo que ha llegado la hora de encarar una segunda transición que permita afrontar nuestro futuro colectivo con ilusión y mansedumbre. Naturalmente, tengo mis convicciones pero no puedo seguir, por más tiempo, aferrándome a ellas e ignorando una realidad muy testaruda. No tendré inconveniente alguno en renunciar a todo o parte de estas certidumbres, si es que así lo decidiera la mayoría. ¿Saben por qué? Porque me importa mucho más la ausencia de honradez y valores cívicos; me importa la decadencia de la educación pública; me importa la genuflexión de los políticos frente al poder económico y me repugna, singularmente, que muchos se envuelvan en las banderas para seguir cometiendo fechorías. Si hay que encarar, con sensatez, la organización territorial del Estado, hágase. Si hay que convenir nuevos símbolos de esa España a la que todos queremos, hágase. Si es de justicia exhumar cadáveres para darles el merecido reposo, hágase. Si algunos desean una república, discútase. Si hemos de cambiar nuestro sistema electoral para que éste sea lo más justo posible, cámbiese. Si en verdad queremos una Justicia libre del yugo político, procúrese.

Don Manuel Fraga, hombre de inmenso talento, dijo una vez que los mejores acuerdos entre adversarios se habían sellado, no en el hemiciclo, sino en la cafetería del Congreso. No es que yo defienda el traslado de la sede de la soberanía nacional a una cafetería. Lo que digo es que quizá, solo quizá, haya llegado la hora en que nuestros políticos, todos sin excepción, se tomen unas cervezas o unos vinos en las Ramblas de Barcelona o en el casco antiguo de Bilbao o en el Madrid de los Austrias o en la Plaza de las Flores de Murcia. Y, cuando las distancias cortas les hayan devuelto el empatía y la sensatez, legislen con mayúsculas y devuelvan la palabra al pueblo. Mas, después, respetemos todos esa palabra y pongámonos a trabajar de una puñetera vez.

Quiero volver al barrio gótico de Barcelona, pasear por sus Ramblas o descubrir el fabuloso románico gerundense. O regresar a mi amada Euskadi, tierra de caseríos, de costumbres centenarias y corazones anchurosos. Y quisiera hacerlo, al menos, desde la tranquilidad.

¿De veras es tan importante el color de nuestra bandera o los compases de nuestro himno? Creo que no. Me importa infinitamente más una España en la que todos quepamos y nos sintamos cómodos. Cerremos todas las heridas, dialoguemos, pactemos y construyamos un futuro en paz. Por lo que más quieran.

Dejó dicho el gran don Francisco de Quevedo la siguiente genialidad: «Es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas de esta vida, y así con vana solicitud anda de unas en otras sin saber hallar patria ni descanso».

Pues eso, don Francisco, que es descanso y paz entre españoles lo que ya deseo y procuro con infinita vehemencia.

*Cita de Jorge Luis Borges