Hace unos días fui a una floristería de mi ciudad a comprar un bonito ramo de gerberas. Elegí los colores y esperé mientras la dependienta lo elaborada minuciosamente: escogió algunas ramitas finas en tonos verdes, con espumilla blanca para conformar el grueso del ramo, puso alambre en los tallos de cada una de las gerberas y las insertó dese arriba en el ramo del que serían protagonistas. Yo miraba algo inquisitiva, esperando que cada toque de la florista fuera el último y definitivo. Mientras esperaba entró una pareja que preguntó por los arreglos florares para bodas. Se dibujó una pequeña sonrisa en mi cara, aunque interiormente pensé€ «otros más»; últimamente todo el mundo a mi alrededor se está casando. En esas estaba yo cuando vi que la florista tomaba el ramo entre sus manos, lo giraba un poco y comprobaba que lucía perfecto. Iba a extraer el monedero de mi mochila cuando vi que ella abría un cajón y comenzaba a cortar papel violeta transparente para envolver su creación. Empecé a sentirme como en aquella escena de Love Actually en la que un reformulado Mr. Bean exasperaba al cliente mientras envolvía un collar. Por un instante pensé que quizá debía haber ido a por el ramo con más antelación, ya que lo quería esa misma mañana. En busca de entretenimiento, pegué la oreja a la conversación de los novios que querían consejo para adornar su iglesia y escuché aquellas retumbantes palabras: «Nos casamos en 2019». En ese momento se acercó la florista con mi impecable ramo de gerberas y salí de allí contenta, pensando que no está tan mal eso de vivir al día.