El otro día escuché algo muy hermoso. Le preguntaron a un pensador qué entendía por utopía. Éste, tras un breve y reflexivo silencio, reconoció que la utopía asoma por el horizonte y que jamás será alcanzada. Si andas diez pasos, prosiguió, la utopía se aleja otros tantos; poco importa qué distancia recorras; la utopía seguirá alejándose. ¿Para qué sirve, entonces, la utopía? inquirió el periodista. Para caminar, sentenció el filósofo.

Venimos a este mundo sin ser consultados. Nos aferramos a esperanzas y creencias pero en verdad desconocemos el destino de nuestro último viaje. Las circunstancias, como advirtió el gran Ortega, mandan. Mandan tanto que casi esculpen nuestra realidad. Muchos se doblegan y hacen de sus vidas una simple espera ante tan certero desenlace. Otros ondean a voluntad del viento caprichoso e incierto.

Yo sí creo que tenemos cierto margen. Lo creo a veces, no siempre. Como dijo el hidalgo, el del rocín flaco y galgo corredor, «la libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida».

Porque, ¿qué es la utopía sino la libertad al servicio del bien? Sé, de sobra, que los caminos rectos son pedregosos y empinados. Que el viento sopla de frente y el cansancio, a menudo, se adueña de nuestras fuerzas. Los enemigos y las tentaciones no serán menores. Tras toda conquista social ha habido personas que, contra todo y pese a todo, lucharon por lo que creían justo. Expusieron sus vidas, su libertad y su hacienda. Nadie dijo que fuese fácil. Pero, cuando caminamos en busca del amor, de la paz, de la concordia, de la caridad, de la justicia y de la solidaridad, nuestras vidas bien podrían parecerse a ese cielo tantas veces imaginado.

Tenemos una vida. ¿A qué esperamos para vivirla? Porque hay vidas que antes que vividas solo pasan inadvertidas para sus propios protagonistas. Seamos justos, decentes, mansos, humildes, honrados, valerosos y libres. Mejor ser que tener. Vayamos tras la verdad, tras el amor y la amistad. Paseemos, leamos, amemos, viajemos, sintamos y dialoguemos. Convenzamos y no venzamos. Hablemos menos y ejemplaricemos más. Seamos razonablemente osados y vayamos tras nuestros sueños porque en esa búsqueda está la esencia de la vida. Seamos apasionados; no reservemos ni silenciemos cuanto queramos hacer o decir.

Descorchemos esa vieja y polvorienta botella de vino porque éste, y no otro, es el mejor momento; tal vez, solo tal vez, mañana sea demasiado tarde. No esquivemos el sufrimiento porque no hay felicidad sin dolor. El David de Miguel Ángel solo fue un trozo de piedra amorfa y vulgar. El genio italiano hubo de utilizar el martillo y el cincel y, a prueba de golpes (y talento), esculpió una de las más soberbias obras de arte que el hombre ha conocido. La vida también nos cincela y duele, duele mucho.

Si, definitivamente, queremos ir tras ella, tras la utopía, debemos encajar los golpes. Nos dirán, mil veces si es menester, que la utopía es una ensoñación, una quimera, un mero delirio. No es cierto. Yo veo pasión y anhelos. La historia nos ha enseñado que, a veces, el poder se corrompe hasta tal punto que se hace necesaria la intervención del pueblo traicionado. Que nadie se equivoque. Como dijo Mahatma Gandhi, «no hay camino para la paz, la paz es el camino». El fundamento último de la democracia no es la Ley, ni el método, ni la fuerza, ni el sistema. Es la decencia, la honradez, la virtud, la palabra, la voz y el quejido del pueblo. Lo demás vendrá por añadidura.

Será hermoso, muy hermoso, ver al pueblo unido y andando. Quizá no alcancemos la utopía pero será un bonito paseo.