Son las 8.30 de la mañana. Sube al taxi puntual. Lleva colgando de la muñeca unos tacones que cambian cada día de color por inercia con su carmín. Lleva el móvil pegado a la oreja y me indica el destino como si hablase consigo misma. Se toma un café en un vaso de plástico. Se limpia los dientes con un pañuelito de papel. Se echa un chicle en la boca y se perfuma. Aprovecha el trayecto para retocar su maquillaje mientras continúa hablando por teléfono. Lleva diez minutos riéndose con su interlocutor. Cuando cuelga susurra: «Maldito hijo de puta», así sin despeinarse. Lleva el pelo recogido en un moño pretendidamente informal, camisa blanca y falda de tubo negra, siempre.

Llegamos a su destino. Es un edificio de oficinas acristalado. Se pone las gafas de sol y, sin siquiera preguntar cuánto es la carrera, me da un billete de veinte euros. Siempre es nuevo, como recién sacado del cajero.

La veo alejarse por el retrovisor. Camina como una hoja arrastrada por el viento y se tambalea al calzarse los zapatos. Tira el vaso vacío en la misma papelera de cada mañana y, a partir de este momento, mi día empieza a empeorar.

Hace meses que no toco a mi mujer. Los mismos que recojo a mi extraña pasajera. Laura está tan ocupada con las oposiciones que creo que ni lo ha notado. Tampoco me ha preguntado por qué he llenado su armario de camisas blancas y faldas de tubo negras.

Creo que estoy empezando a obsesionarme. Cuando he avanzado apenas unas cuatro manzanas, doy la vuelta y aparco el taxi donde dejé a la mujer. No sé qué pretendo ni qué haré si me la encuentro. Me bajo del coche y sigo el camino que ella acaba de recorrer. Recojo el vaso de plástico de la papelera y lo guardo con cuidado en el bolsillo de mi chaqueta. Afortunadamente aún es temprano y no hay nada más depositado dentro de la papelera. Entro en el edificio y subo al ascensor. Voy parando en cada una de las plantas y echando un vistazo. A simple vista no está y casi me siento aliviado. Me doy cuenta de lo ridículo de la situación y bajo de nuevo al coche con la intención de hacer guardia. A las once la veo aparecer por la puerta del edificio y se dirige a un jardín que queda a la derecha del mismo. Se sienta en un banco y se come lo que desde esta distancia parece un sándwich. El descanso dura veinte minutos y regresa de nuevo a la oficina, supongo, ajena a mi tortura.

Durante los días siguientes, repito la operación. La dejo a la entrada del edificio, me voy a trabajar y a las once estoy de vuelta, apostado en el taxi, para verla comerse el sándwich o la pieza de fruta y beberse un botellín de agua, mientras trastea el móvil durante veinte minutos. Siempre almuerza sola. Luego, la veo caminar con su paso de hoja a la merced del viento hasta desaparecer por la puerta de entrada. Y yo regreso al trabajo, culpable y eufórico.

Esto es de locos. No sé nada de esta mujer. No sé cómo es ni cómo deja de ser. De Laura, sin embargo, me enamoré a pequeñas dosis. Fuimos amigos antes que nada. Teníamos una confianza fraternal. Nos llevábamos divinamente. Es bonita y hacer el amor con ella es como llegar a una casa conocida: agradable y rutinario. Pero con esta mujer, de verdad, que no sé qué me pasa. Es algo físico, creo. Ni siquiera podría decir si es guapa o no. Pero sube al taxi y el corazón me golpea la camiseta, siento esa sed que provoca el sexo y noto crecer la erección por debajo de mi pantalón. Por favor, si hago toda la carrera empalmado. Está mal. Sé que está mal.

El caso es que al día siguiente me fijo en el perfume que usa. Compro uno igual y se lo regalo a Laura, es un perfume bastante caro y se queda estupefacta. Le digo que esa fragancia es ´especial oposiciones´ y que favorece la concentración. Pone los ojos en blanco, pero al final, hacemos el amor después de meses. Laura está extraña y el perfume no parece haber causado efecto en su concentración. Le pido que se ponga una de las blusas que le regalé y una de esas faldas y que salgamos a cenar por ahí. Laura no quiere. Laura está rara. Laura está muy rara.

Ya no me alcanza con llevar a la desconocida a su oficina. Necesito más tiempo con ella. Así que alargo mi vigilancia hasta que sé a qué hora termina la jornada laboral y, de este modo, consigo llevarla también de regreso a casa.

Hoy es jueves y sus tacones y su carmín son de un tono nude. Está radiante esta mañana. No para de teclear y sonreír a la pantalla de su móvil. Lleva el maquillaje perfecto y no se lo retoca. Su melena se pasea sorprendentemente suelta. Cuando llegamos, me lanza el consabido billete de veinte euros que aún huele a cajero y un ´gracias´, por primera vez. Hago las carreras hasta las once contagiado por su felicidad. Acudo a ´nuestra´ cita pletórico y aparco donde siempre. Bajo la visera del conductor tratando de ocultarme en un gesto absurdo, como si a estas alturas la desconocida no pudiera reconocer mi taxi.

La escena del banco hoy es diferente. La mujer no está sola. La acompaña otra mujer. El banco me las muestra de espaldas. Las dos llevan camisa blanca y falda negra. Hablan animadamente. Mi pasajera se aparta el pelo deliciosamente. Por los movimientos de sus cuerpos parece que ríen. Comparten el sándwich. Mi pasajera rodea la cintura de su acompañante y le toca el culo cuando va a medio camino. La otra mujer golpea su mano con fingido disgusto y se abrazan. El abrazo acaba como sólo pueden acabar ese tipo de abrazos. Se besan. Es un beso largo, que adivino húmedo. No soporto más la presión en mi pantalón. Cuando acaba el beso, las mujeres giran la cabeza hacia mi taxi, como cuando notas que alguien te está mirando. Desde el banco no se distingue el interior del coche, lo he comprobado en repetidas ocasiones, así que me siento a salvo, pero solo hasta que reconozco a la acompañante. Es Laura.