La expresión de una época se define por su lenguaje, decía Victor Klemperer, que dedicó su vida a investigar cómo las palabras podían convertirse en el vehículo más destructivo del totalitarismo, como caldo de cultivo que envenena las convicciones, los hábitos del pensamiento y los sentimientos de la población. El lenguaje del fanatismo de masas varía de una época a otra y los movimientos que se sirven de él responden a ideologías diferentes, pero tienen en común que despojan al ciudadano de su esencia individual, narcotizan su personalidad, subvierten los conceptos más elevados y esclavizan el pensamiento. Bajo su apariencia inspiradora, las palabras oscurecen la esencia humana haciendo que un gesto inocente se transforme en un grito de cólera. Adquieren nuevos significados de una forma tan sutil que cuando queremos darnos cuenta ya se han convertido en estereotipos que todos utilizamos. A medio camino entre la enfermedad y el crimen, la política se asemeja así a una disecadora de palabras. El último paso hacia la destrucción se da cuando esa mentalidad empieza a considerarse como una virtud. Y la prueba más evidente de que ahora estamos justo en esa situación es el lenguaje que se usa en las tribunas, en los periódicos, en las calles. El nazismo, creía Klemperer, se introdujo como un veneno «en la carne y en la sangre de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que imponía repitiéndolas millones de veces y que eran adoptadas de forma mecánica e inconsciente». Y como apenas pasa por el pensamiento, sino por las emociones, su eficacia es tal que al final es el propio veneno quien piensa por nosotros. Durante décadas el lenguaje del nacionalismo ha extendido su intoxicación sentimental como una epidemia que ahora ha llegado a su apogeo. Su adaptación al pensamiento moderno ha sido tan perfecta que ha conseguido desactivar el poder de las palabras con las que podríamos enfrentarnos a él. Una vez más, se falsifica la historia, se oscurecen los hechos y, vaciándolas de contenido, se coloca en formación de combate las palabras inventadas para la convivencia. Diálogo, legitimidad, democracia, Estado, incluso paz o amor, pierden su significado y, deformadas por la intoxicación, se utilizan como armas de exclusión. Algunas palabras son nuevas (proceso, DUI, desconexión...), pero estas no son las más peligrosas, pues morirán con la misma rapidez con la que nacieron. Lo más difícil es seguir hablando con las buenas palabras intoxicadas porque necesitaremos un antídoto contra el veneno.