Recuerdo un diagnóstico futbolero en la antesala de una Eurocopa, cuando en las tertulias entre amiguetes dilucidábamos cómo demonios podía España superar la maldita barrera de los cuartos de final. «Lo que nos pasa», analizaba un colega, «es que hay jugadores que no sienten la Selección. No se sienten españoles». Era comienzos de junio de 2008 y el tipo clavó su observación: esos mismos futbolistas se proclamaron campeones de dos Eurocopas y un Mundial.

Como hinchas, tendemos a exigir actitud sobre el verde y lo hacemos porque ciertamente el fútbol, en esencia, es pasión. Pero la actitud no deja de constituir un factor más (imprescindible, eso sí) entre otras muchas variables. Resulta absurdo creer que el éxito se explique sólo por derroche de bemoles. La evolución del juego y la alta competición reclaman algo más que «echarle huevos». Un arrebato puede servir para derrotar a un rival, pero suele ser insuficiente para ganar un campeonato. Aquello de ´la furia española´ quedó anclado en el pasado.

Y, en consecuencia, resulta ingenuo pensar que en el fútbol de clubes se juegue únicamente por amor a una camiseta y que en las Selecciones se haga por amor a una patria. O, al menos, como única causa. Un futbolista puede aceptar la llamada por muchas razones: por experiencia profesional, por prestigio internacional, por sumar currículum, por curiosidad, por dinero, incluso por obligación. Etcétera. Y también por representar a su país, por supuesto. Cada uno tiene sus motivaciones individuales. Respetables todas. Y si hay contradicciones, en todo caso son dilemas personales: un asunto del deportista, no del hincha. Exijamos profesionalidad (rendimiento) a los futbolistas, que de sentir los colores ya nos ocupamos los aficionados.