Desde que recuerda se marcha de casa a las seis y regresa a las once. Fue así desde niño. Se iba a trabajar con sus padres al campo y cuando no podían seguir haciéndolo por la falta de luz, se quedaba en casa de la vecina que le hacía las veces de colegio. Todo el mundo lo reconoce en el pueblo por su espíritu de trabajo, esfuerzo e integridad.

Conoció a Manuela en las fiestas del barrio. Ella era del pueblo vecino y pronto resolvieron que deseaban una vida en común. Esa vida que no podían lograr, sin salir de sus respectivos pueblos, los llevó hasta la capital, donde él seguía saliendo de casa a las seis de la mañana y regresando a las once.

Manuela trabajaba limpiando en todas las casas que le salían y así le abrí las puertas de la mía. Varias chicas habían llegado antes que ella. Ninguna me cuadró. Necesitaba a alguien discreto y silencioso, que no perturbara la paz necesaria para escribir la novela de turno del momento.

Manuela era una presencia etérea, casi fantasmal, a pesar de sus formas contundentes, sus redondeces y voluptuosidades y sus vestidos del siglo pasado.

Superó las tres semanas que solían durar las demás. Era ordenada y limpia y nadie nunca antes había pronunciado «Don Julián» como ella. Cuando llegó a casa no sabía leer ni escribir. Las palabras se ahogaban en su garganta cuando, suplicante, me pidió que la enseñara. Así fue como leyó su primer «te quiero». Sus mejillas blancas se sonrojaron y provocaron unos cuantos poemas. Otros tantos poemas surgieron del roce accidental de nuestras manos cuando me servía el café. Otros, de su forma de tararear mientras hacía las tareas. Otros tantos, del vaivén de las pequeñas flores de su vestido al caminar.

Pronto le dije que la necesitaba a jornada completa y abandonó las otras casas que servía.

Manuela ocupaba cada línea que yo escribía. Y ya no me concentraba si ella no estaba y si ella estaba, no me podía concentrar.

—Manuela, siéntate a mi lado y deja que te mire un rato.

Ella se sentaba y miraba por la ventana.

—¿Así? —preguntaba.

—Así, Manuela.

Estaba perfecta, sencilla y perturbadora.

No sé si Manuela amaba a su marido. No sé si ni siquiera se lo planteaba. Se lo pregunté en más de una ocasión. Su respuesta invariable era que Pedro era un buen hombre, muy trabajador y que quizá no tenían todo lo que querían, pero querían aquello que tenían.

Con el pasar de los días, sentí la necesidad de salir con ella de casa. Le pedía que me acompañara al campo, a pescar, al teatro. Quizá para ella aquello era parte del trabajo, para mí era la vida misma. A nuestro regreso, las palabras salían solas, escribía como nunca. No sé cuántos besos no le di. No sé cuántas veces no acaricié su pelo recogido en un moño bajo. No sé cuántas veces no retiré el mechón que quería escapar de aquel recogido.

Comencé a envidiar a ese hombre, bueno y trabajador, que tenía todo lo que yo quería.

Pedí a Manuela que Pedro viniese a casa a hacer unos arreglos. Parece que aquel hombre sabía hacer de todo. Esperaba ver a un joven ajado por el trabajo desde niño en el campo, frío, rudo y distante. Esperaba una relación insulsa entre la pareja. Esperaba todo lo que no encontré.

—Don Julián, ya estamos en casa. Éste es mi Pedro.

Aquel hombre de ojos azules estrechó mi mano con las dos suyas. Me dio las gracias por tratar tan bien a su mujer. Acabó con todas las tareas que le fui encomendando en un abrir y cerrar de ojos. Y el ojo le guiñaba a su esposa cada vez que se cruzaban. María apretaba el paso y las flores de su vestido brotaban salvajes y, ninguno de los dos podíamos apartar la mirada de aquella primavera.

Esa noche soñé despierto mil y una formas de matar a aquel ser encantador de ojos azules. Le pedía que arreglase la ventana y le empujaba ante la mirada horrorizada de Manuela. Le golpeaba con el martillo hasta hacerlo desaparecer. Envenenaba su bebida. Lo esperaba a las seis de la mañana a la puerta de su casa y le pasaba por encima con mi coche.

Y, en cada ocasión, el que moría era yo.

Manuela regresó discreta y sencilla al día siguiente, ajena a mi noche de fantasías. Llegaba oliendo a ella y quizá al amor recién hecho. Llegaba con el moño aún inmaculado y el bolsito cruzado.

Tragué saliva y le pedí que, por favor, Pedro viniese a arreglar la ventana en cuanto pudiese.