La guerra es el padre de todas las cosas, decía Heráclito el Oscuro. El cognomen se debe a las continuas metáforas que convierten un pensamiento abstracto y complejo en figurativo y simple. La guerra como sinónimo de contraposición de contrarios. Hegel enunció de modo parecido su método dialéctico que luego reprodujo Marx en conclusiones distintas: de la confrontación de tesis y antítesis deviene la síntesis, que a su vez se convertirá en nueva tesis. La Historia del pensamiento es un continuo contrapensar decía don Rodrigo Fernández-Carvajal, maestro de juristas en la Universidad de Murcia.

No hay que descartar tampoco el conflicto bélico como productor de múltiples secuelas. El peor de todos es indudablemente la guerra civil. Unamuno primero y Gregorio Marañón después: lo malo de las guerras civiles es que no acaban nunca. No son los horrores de la guerra, que han de ser vistos en el contexto de un enfrentamiento sangriento y especialmente cruel, porque el odio entre hermanos tiene un punto de sadismo que supera cualquier especie de locura. Es la permanencia de lo intangible, del rencor del derrotado, del orgullo insufrible del vencedor, vitoreado como héroe más allá de toda lógica y de toda humanidad. La imagen ecuestre de Franco sigue cabalgando todavía en la memoria de algunos nostálgicos de su régimen cuartelario y beato, cual si fuera un Santiago matamoros redivivo. Por otro lado, un espíritu revanchista parece querer ganar la guerra ochenta años después para los simpatizantes de una República que no fue precisamente dechado de virtudes. No mejores son los larvados rencores de las guerras civiles carlistas. Transformados por el Romanticismo decimonónico, renacen cual crisálida monstruosa en fervorosos nacionalismos falsarios, trasnochados y a contramano de los nuevos tiempos.

Nunca es tarde para el fanatismo y la desmesura si además tenemos un Gobierno indolente y con tendencia al inmovilismo, que asusta a los más esforzados deportistas de sofá. Si a eso añadimos una oposición desnortada y empadronada en Babia, pintan bastos. Pedro Sánchez azuza los vientos con la cantinela del federalismo constitucional, como si no fuera eso lo que llamamos Estado de las Autonomías para no ofender a las oligarquías provenientes del antiguo régimen franquista. Iglesias se disfraza de demócrata reivindicando un inexistente derecho de autodeterminación de los pueblos, que, llevado al extremo conceptual, simpatizaría con el cantonalismo murciano enterrado en Cartagena.

Ninguna propuesta calmará a los émulos de Companys, pues han marcado su esperpéntica hoja de ruta. Ellos no quieren saber de confederaciones ni estados asociados. Lo suyo es pura codicia por los lujos que visten al poder más bastardo. El primero es la amnistía que corra un velo sobre sus corruptos negocios, la absolución del ´más honorable´ ocultará la turbidez de las coimas sobre la obra pública, amén de otras cloacas como Banca Catalana. Tienen nombre y apellidos de rancio abolengo, incluso hay quien se asiló en sagrado bajo los auspicios de la madre superiora.

Aquel cuadro de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, que todos tenemos en la retina, ha de traducirse en el caso catalán por la barretina guiando a la plebe. Lo demás es sólo consecuencia de la natalidad: cría cuervos que te sacarán los ojos. Los infantes educados en la inmersión lingüística y nacionalista, han crecido convertidos en jóvenes republicanos, convictos de la opresión castellana, pese a lo evidente de sus apellidos. Militan en las filas de ERC o la CUP y, de primeras, devoraron a sus padres de CiU. Nazis de nuevo cuño disfrazados de indignado seny catalán, falsa progresía moderna o estupidez antisistema, sucumbieron al totalitarismo rancio que lucía orgullosamente la esvástica de los años treinta en Alemania, o saludaba al viejo estilo de las legiones en la Italia de Musolini. Hoy agitan la estelada a mayor gloria de su mastuerza inteligencia y marcan a los españoles con una nueva estrella de David pintada en amarillo.

Los incidentes de Charlesville en EE UU vuelven a avivar un conflicto de hace siglo y medio, tal que nuestras guerras carlistas cimentaron el nacionalismo vasco y catalán. Es tan difícil superar las derrotas, ya sean las pequeñas domésticas o las grandes de los pueblos y naciones. Mas no es la humillación ni el resentimiento lo que ha de cultivarse. Es pura Historia y como tal ha de asumirse, como una sucesión de acontecimientos que ha devenido a lo que somos y tenemos: un estado quizá imperfecto, pero cuyas conquistas sociales alcanzaron un grado de civilización, a costa de mucha sangre, lo que hace más notables y valiosos sus logros. Recordar a los mártires (del griego martyros, testigo) que lucharon con honor, con acierto o sin él en sus postulados, es un tributo debido a su bravura. El tiempo dio la victoria a una sociedad de hombres libres. Mas aquellas batallas no ganaron aún la guerra. El fanatismo totalitario trepa como una enredadera, a la par que un neoliberalismo cínico reviste de modernidad a la decrépita oligarquía. Seamos sensatos, sigamos el camino que marcaron algunos héroes que todavía reverenciamos. La libertad no tiene parangón entre las conquistas que a los hombres nos fueron permitidas.

Lo demás es religión y opio del pueblo.