Intencionadamente, he dejado pasar unos días pues anteponer las entrañas a la cordura no trae nada bueno. Barcelona, como antes otras ciudades europeas, ha sido brutalmente agredida por el yijadismo radical. Me niego a indagar en las motivaciones que llevan a estos miserables a cometer actos de semejante crueldad. El terrorismo, todo terrorismo, es irracional. Ésta, la razón, no puede indagar en las causas porque sencillamente está ausente en todo acto criminal. Acaso haya ignorancia, locura, manipulación, maldad y dinero tras todo esto. Como bien dijo Shakespeare en El Rey Lear, «calamidad de los tiempos cuando los locos guían a los ciegos». Por algo los clásicos son eternos.

Descartadas, por estériles, las motivaciones, nuestros desvelos deberían tener por objetivo la implantación de medidas que evitaran futuros actos terroristas. Europa, cuna de la democracia y espacio de libertades, es el fruto de renuncias y sacrificios; de luces y de sombras; hemos sido colonizados por la razón y también por el obscurantismo. Europa ha emergido de sus cenizas en varias ocasiones. En nuestras campos y ciudades ha habido guerras de proporciones colosales y nuestros ancestros, por millones, fueron pasto de epidemias y la miseria. Europa habrá cometidos errores pero no hemos de pedir disculpas por nuestra forma de vida. Hay quienes, tras una retorcida introspección pseudopolítica, tratan de atribuirnos poco menos que nuestra responsabilidad en tales actos para, más tarde, terminar justificando el terror. Shakespeare habló de locos y de ciegos. Habríamos de añadir una nueva figura contemporánea: el tonto útil.

Desterrada la culpa y los complejos, Europa tiene el derecho y hasta la obligación de defenderse frente a este ataque explícito y despiadado. Las expresiones biensonantes, las frases hechas, las declaraciones institucionales, las velas y flores, las concentraciones silenciosas están bien. Ningún daño nos han de hacer mas se muestran insuficientes. Huyamos de eufemismos y digamos la verdad. En el caso que nos ocupa los muertos los pone el pueblo, desprovisto de escoltas y coches blindados.

Los servicios de inteligencia del mundo civilizado deben redoblar sus esfuerzos; la información debe viajar con fluidez y la consigna, frente a cualquier otro interés inconfesable, ha de ser la defensa de la vida de personas inocentes. Doy por hecho que estarán en ello.

Europa debe adoptar una política de inmigración sensata y común, porque comunes son sus fronteras y comunes los riesgos compartidos. Hemos de acoger a quienes, libres de cualquier antecedente delictivo, vengan con un contrato de trabajo bajo el brazo. Europa, por razones comprensibles para quien quiera comprender, no puede dar asilo a un número indeterminado e indocumentado de inmigrantes. Los recursos son finitos y los peligros manifiestos. Quienes deseen vivir entre nosotros habrán de respetar nuestras leyes y tradiciones. Todos, los de aquí y los de allá, tendremos idénticas obligaciones y derechos. Sin distinciones ni infames discriminaciones positivas. Las costumbres y usos de quienes nos visiten serán respetadas, excepto aquellas que atenten contra los principios civiles y democráticos del territorio europeo. Sin titubeos ni flaqueza.

Bajo ningún concepto, hemos de sucumbir a ideas xenófobas que aprovechan cualquier adversidad para sacar lo peor de nosotros porque, de hacerlo, los terroristas lograrían una victoria no menor. Europa necesita la colaboración de todos; singularmente la de quienes han venido a vivir en paz entre nosotros. Muchos encuentran en Europa las oportunidades y la vida que se les niega en sus países de origen. Su silencio podría convertirse en cómplice y volverse contra ellos.

La Administración no puede seguir escondida tras ese buenismo que, para ser claro, no es más que una coartada para rehuir responsabilidades. La opinión pública debe desmarcarse de una determinada opinión publicada que, bajo el embrujo de pensadores de otro mundo, desacredita cualquier medida por acertada que ésta sea. No podemos demandar soluciones para, después, poner a caer de un burro a quien ose tomarlas.

No me iré por las ramas. Las democracias europeas, como todas, son imperfectas pero convengamos que no vivimos del todo mal. En Europa, la Ley es expresión de la voluntad popular y elegimos a nuestros representantes por medio del voto universal, libre, igual, directo y secreto. La religión tiene su espacio pero queda o debiera quedar confinada a la esfera puramente personal. Las normas que regulan nuestra convivencia nacen de la razón y del derecho natural y no de la divinidad por muy divina que ésta pudiera ser. La sociedad europea no puede especular con este maravilloso legado que ha costado siglos conseguir. La tibieza debe dejar paso a la determinación.

Mas esa determinación queda mancillada cuando, por intereses puramente crematísticos, se estrecha la mano de regímenes que, sistemáticamente, conculcan los más elementales derechos humanos y, en algún caso, mecen la cuna de quienes, tras segar vidas inocentes, creen ir al paraíso con no sé cuántas vírgenes. No se puede jugar a dos barajas. Poner una vela a Dios y otra al diablo solo consigue que este último salga airoso.

Quiero una sociedad libre, democrática y avanzada. Quiero que las leyes se elaboren en los Parlamentos y no en los ambones de las iglesias, mezquitas o sinagogas. Quiero que hombres y mujeres disfrutemos de una igualdad radical, reconociendo que la diferencia entre ambos sexos no es, en sí misma, una desigualdad, porque, de serlo, los hombres saldríamos perdiendo. Quiero una educación pública que sea origen y reflejo de nuestros mejores valores. Quiero una sociedad plural, solidaria y respetuosa. Quiero que, de una puñetera vez, abandonemos esa candidez que nubla nuestra vista y dulcifica el peligro serio y real que nos acecha.

Es mucho lo que está en juego, el tiempo transcurre y los muertos se amontonan.