Nadie está a salvo de neuras propias o ajenas, de falsas reclamaciones con mayor o menor mala fe, a tiempo o fuera de tiesto, de locas ensoñaciones que crean mentiras que estamos dispuestos a creernos nosotros mismos; no estamos libres de odios y rencores ajenos descritos en los libros de psiquiatría. Le ha ocurrido a Salvador Dalí, el pintor catalán fallecido algunos años y embalsamado y en reposo bajo una lápida de más de una tonelada en su Teatro Museo de Figueras, que ha sufrido la reclamación de paternidad de una señora, Pilar Abel, que ha asegurado ser hija del artista según testimonio de su madre en consecuencia de una relación habida con el maestro en 1955.

La Justicia dio curso a la demanda y por orden de un juez Dalí fue desenterrado para obtener de su cuerpo lo necesario para la prueba del ADN con el consiguiente espectáculo ético y estético. Esas pruebas han dicho que Dalí no es el padre de la reclamante. La historia está cargada de despropósitos porque la supuesta amante embarazada tuvo décadas, con Dalí vivo, para reclamar el polvo fértil. La orden judicial ha sido calificada por la obediente Fundación Gala-Salvador Dalí, con toda razón, como «inusual, injustificada, inadecuada y desproporcionada»; los viejos y sabios siempre recomiendan dejar en paz a los muertos. En el caso de Dalí, extravagante en vida, tal vez este episodio postmorten encaje en aquel surrealismo que le hizo famoso y célebre y desde el más allá sonría con los bigotes erizados. El cadáver de Dalí volverá a su lugar de enterramiento a esperar la próxima ocasión de saludarle porque el proceso de embalsamado estuvo bien hecho.

Pero a mí, sujeto a elementos de orden incluso lúdico, me llama la atención la profesión de la reclamante: vidente, cuya calidad profesional ha quedado totalmente en entredicho, descalificada para la detección del futuro de nadie. Ella misma podía haber llegado a la conclusión, según su oficio, de que nada tenía que ver con el artista ampurdanés.

Nunca creí en videncias ni predicciones de este tipo por una cuestión de racional educación, lo que el acontecimiento daliniano me confirma plenamente. Recuerden el chiste fácil del adivino que contestaba a la llamada a su puerta con un «¿quién es?», lo que debiera saber por su condición. Cada día trae su afán y su sorpresa, la voluntaria galera y plataforma del desequilibrio reinante, la agonía de la ignorancia mal intencionada. Así que esperemos pacientemente la última salida de tono de algún ciudadano perverso. Los telediarios están llenos de ellos.