Comienza un nuevo curso. Trajín de niños y jóvenes hollando las calles con premura. El aprendizaje de la presurosa vida que marca una sirena como aquella de la fábrica donde trabajaba Manuel. Amanda sólo tenía cinco minutos para encontrarse con él. Fue Víctor Jara, que nunca hizo daño, quien no volvió. Una horda de las que a veces se levantan y corroen los países y marchitan la esperanza.

Cuando entonces, los libros sabían a nuevos, recién forrados con esmero de una madre que era dueña del tiempo y los aromas. La vuelta del cole siempre traía olor de fogones. Aceite, cebolla, ajo y especias, marcaban el rastro hasta la cocina, nunca antes de lavar las manos. La gaseosa teñida por el vino tinto acompañaba las viandas y los guisos, sin que puritanas e inquisidores hicieran campañas contra las costumbres dietéticas. A la tarde, la vida volvería a la calle tras el colegio. Mientras luciera el sol era tiempo de correr o de montar fieras batallas acabadas en algún descalabro, pues no eran seguras todas las trincheras. Cuando los atardeceres tiñeran de púrpura el cielo y la noche se adueñara de las calles, las voces de las madres acallarían el rumor de la algarabía infantil.

La televisión llegó con la aventura de crecer y superar las barreras marcadas por los rombos. Quienes de niños teníamos una magra biblioteca, descubríamos la literatura en las sicalípticas Charo López, Victoria Vera o Ana Belén. Cierto que la imaginación del lector de Torrente Ballester, Miguel Mihura o Pérez Galdós quedaba fijada a los rostros conocidos de aquellos actores. Más tarde, las nuevas generaciones mostrarían el rostro de la degeneración. Aquella televisión volvería a ser hoy la mejor de España, pues desaparecieron los actores, sustituidos por jovenzuelos que juegan a ser ninjas en la España del XVII. ¡Curioso! Cuando se dejó de fumar en televisión, se hicieron humo las ideas. Se fueron para siempre tras la pipa de Balbín.

Hoy que los buitres carroñeros de la enseñanza amenazan con destriparnos, cual Prometeo encadenado por Zeus en las cumbres del Cáucaso, tengo la certeza de que todas las quejas de cuantos vivimos aquellos tiempos no conmoverán a los ministros de Educación y Ciencia Ficción. Tal que el rey de los olímpicos, una ristra de ministriles condenaron a la Enseñanza a sufrir la maldición del titán y un buitre devora sus entrañas impasible a sus súplicas.

Si primero fueron los estudios clásicos como el Latín y el Griego, ahora son los de Filosofía y Literatura los que sufren los tijeretazos de los gurús de la enseñanza. De esta manera garantizamos el farolillo rojo en los informes PISA, para mayor gloria de demagogos curtidos en la ingratitud de la herencia recibida y el ninguneo de las urnas. Los filósofos griegos nos legaron algunos bienes que hoy llevamos entre los bártulos sin saber su origen. Platón fundó la Academia porque enseñaba en unos jardines de las afueras de Atenas. Aristóteles paseaba junto al tempo de Apolo Licio. Peripatéticos llamaron a los fundadores del liceo. Pero no es sólo la etimología de la enseñanza lo que nos llegó a través de Avicena y Averroes, cuando el Islam nos adelantaba en civilización y pensamiento, in illo tempore, en un tiempo muy lejano. Hasta hace apenas un siglo, el teatro seguía las pautas aristotélicas y aún hoy, cuando vemos una obra de arte, la revisamos con el canon artístico de los contemporáneos de Fidias.

Cuando nuestros prebostes políticos responden a la pregunta de qué libro están leyendo, siempre hay algún ignaro que menciona las obras completas de Sócrates. El primero de los tres grandes, el hijo de la comadrona, utilizaba la mayéutica como método filosófico. Su gran defecto era hacer preguntas que dejaban en evidencia a su interlocutor. Partía de un axioma: sólo sé que no sé nada; cuanto más aprendo, más ignoro. Por eso no cesaba de preguntar para averiguar la verdad y no se le conoce ninguna obra. Fue Platón quien escribió la Apología de Sócrates, que no su antología.

La enseñanza no ha de ser utilitaria. Tampoco puede ser exclusivamente experimental, pero menos aún ha de ser un experimento. Los modernos pedagogos insisten en que los niños tienen que aprender jugando. ¿Es ese el problema? Los economistas hablan de la teoría de los juegos para explicar las técnicas de negociación, luego está el juego de la política, el juego del amor y la lotería de la fortuna. Si toda la vida es juego, nos convertiremos en habilidosos ludópatas y completos ignorantes. No ha mucho que unos físicos descubrieron que en variados e importantes autores de la literatura universal, la construcción de sus frases podía explicarse en estructuras geométricas complejas que se llaman fractales. Algo que cualquier estudiante de Clásicas definiría como prosodia, pues grandes obras clásicas se escribieron en hexámetros y el pie métrico marcaba el ritmo de la entonación.

Sigamos pues como hasta ahora, confiando en las ocurrencias de ministros y pedagogos de turno, para que los científicos descubran la magia de la palabra.