Algunos creen que no hay materia prima para el hablar fuera del léxico comúnmente admitido como correcto. Pero existen vocablos que, como las ciudades invisibles cuyas maravillas contaba Marco Polo a Kublai Khan, según testimonio de Italo Calvino, son solo para imaginados y dichos, sin que se pueda encontrar registro fidedigno de su existencia. Por eso, los observadores y cazadores de palabras a veces nos escapamos del coto vedado del diccionario, donde todo está establecido y sometido a normas, para extraviarnos por los prados y bosques del hablar común, e incluso asilvestrado, donde uno puede hacerse con piezas de mucho valor, muchas de ellas producto de la manipulación genética de los propios ejemplares de la fauna normalizada. Pero entre todos estos hallazgos, ninguno mejor que el ingenioso y divertido ostentóreo, híbrido que suma y no opone lo ostentoso y lo estentóreo, mediante una cirugía ortopédica que viene a ser la cuadratura del círculo de lo desmesurado y aparatoso, sea visto u oído: unos sones ruidosos o retumbantes, en todo semejantes a las voces del gigante clásico Esténtor, el de la broncínea voz, que equivalían a las de cincuenta hombres, sumados a lo que es fruto del gusto por mostrar a la vista el poder o el lujo aparatosos y excesivos. Así que olviden del todo la memoria del energúmeno que, inadvertidamente, lo inventó y recurran a ostentóreo para significar su admiración ante todo aquello que les asombre, a la vez, por lo llamativo a la vista y al oído, igual que dicen cerrojo, altozano, sabihondo o vagamundo, sin ningún cargo de conciencia, pensando que un día serán reconocidos como emprendedores del lenguaje.