Hace un par de veranos, cuando llegamos a la ciudad francesa de Collioure, donde el polvo cubre el cuerpo del poeta Machado, buscamos el cementerio. Enseguida vimos su tumba, colmada de piedrecitas, piñas, banderas republicanas y papelitos con dedicatorias. Antes que nosotros había llegado al lugar una pareja de españoles. Él sacó una guitarra y se sentó junto a la tumba. Ella apoyó su brazo en el árbol que protege al poeta del sol y comenzó a cantar, con voz espectacular, la canción Retrato, ese poema musicado que comienza diciendo: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla» y que termina «ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar». Cuando acabó, la mujer depositó un sentido beso con la mano sobre la lápida de Antonio Machado. Embargados por la emoción del momento, conmovidos por el singular homenaje del que habíamos sido testigos, los tres -mi hija, mi legítima y yo- rompimos a aplaudir con un nudo en la garganta.