A veces nos encontramos con palabras transformistas que enmascaran o transmutan su son y su sentido. Si usted articula este vocablo con el adecuado chapurreo buconasal, supondrá con mucho fundamento que se trata de un término onomatopéyico que emula burlescamente la cháchara de media lengua del niño o del tullido del habla. Pero siento decirle que anda usted del todo descaminado, porque su origen se remonta al solemne nonnus, que designaba en latín al anciano, al abuelo, y por extensión al ayo o preceptor, al que la edad dotaba de experiencia y sabiduría.

Pero igual de confundido estará usted si cree que el sentido prestigioso del término latino se ha mantenido y que podrá usted llamar así al ayo del conde Lucanor y a todos los ancianos sabedores que en el mundo han sido. Porque el son de apariencia escarnecedora y burlesca ha decantado el vocablo hacia la insustancialidad y la nadería de todo aquello que es despreciable por su poco valor o que nosotros, por una razón o por otra, pretendemos degradar. Así que el anciano entendido y sabio devino en el abuelo caduco y chocho a quien nadie hace caso; al resto de las personas este ñoño las retrata como sumamente apocadas y de corto ingenio, por no llamarlas tontas de remate; mientras que cualquier cosa, sea un automóvil, un vestido o unas gafas de sol, quedará retratada por él como sosa, de poca sustancia. Todo lo cual nos lleva a considerar que con el tiempo las palabras cambian, como el resto de las cosas; y en más de un caso, para empeorar, quedando solo para hablar de ñonerías y demás asuntos sin sustancia.