El miedo es tan humano como el odio. Es el origen de muchas de nuestras tristezas pasadas y recientes. Puedo imaginar al mono inaugural que se alza sobre sus patas traseras y por primera vez ve el firmamento en toda su plenitud, y por primera vez también sabe que está desnudo y solo, y por primera vez toma conciencia de sí mismo y de su pequeñez, y por primera vez siente ese miedo distinto que no es el que tiene al depredador o al rival, es otro más profundo y más angustioso, y para conjurarlo inventa un dios, y conforme lo construye lo utiliza también para generar miedo, el mal y la cura al mismo tiempo, y finalmente se cree poderoso.

Así se forman los territorios universales del miedo, que tienen un paisaje común. Lo que nos hace humanos es lo que sentimos y cómo lo sentimos. Por eso, para comprender que nada nos diferencia del otro basta solo con fijarnos en nuestra igualdad ante el dolor, la alegría, la tragedia.

De niño, cuando me contaban el cuento de Juan sin miedo, no me lo creía del todo. Yo era un crío con algunos temores, como otro cualquiera. No me atrevía a mirar bajo la cama, me asustaban los monstruos y aquel 'tío del saco' que iba a arrastrarme lejos de mi casa. Y de alguna manera sospechaba que a todos nos pasaba más o menos lo mismo. No somos nunca tan distintos del vecino.

Luego, con el tiempo, uno aprende a convivir y se acomoda a sus miedos, a esa piel fría tras la piel. Vamos por ahí cargando con el pánico a la miseria, a la enfermedad, a la muerte y su vacío. Esos temores cotidianos, tan familiares, que nos acompañan en la vida y nos la angustian a ratos. Los vamos superando como etapas, reemplazando nuestros objetos de temor, y cuando por fin creemos habernos instalado en nuestra pequeña comodidad viene otro y se nos asienta por un tiempo.

Ahora, en estos días de zozobra y bolardos, nuestro miedo alimenta la sinrazón, la barbarie de los que creen que sobre escombros se pueden levantar templos, estados, el futuro, de los que están convencidos de que aquellos que fue inventado para conjurar el miedo más atávico exige el asesinato como pasaporte a la salvación, a ese paraíso prometido donde ya habrá de todo menos miedo. Esos que creen en el terror como principio, como herramienta, como arma, como fin de todas las cosas. Aquellos que solo temen a quién conozca la exacta dimensión de su miedo, porque será inexpugnable.