Detuve el documental de las memorias del «Boss» a fin de asistir a la despedida de Usain Bolt. El atleta aprovechó la previa del 4x100 para, en lugar de enardecer a la grada con aquellos ademanes de Zeus de la velocidad, despedirse como ido, pausadamente. Sonó el disparo, el jamaicano esperó el relevo de modo desconocido, impaciente y, a las pocas zancadas de su última posta, sintió la pierna hacerse añicos y cayó. Haber estirado hasta el más allá esa condición sobrenatural tiene un coste. Nada más dejarla atrás, Usain solo pensaba con todas sus ansias en salir, pasar una buena noche y tomar algo. A los treinta tacos se acabó lo que se daba y, al igual que a otros de la galaxia, no será difícil ver convertirse al ´relámpago´ en una bola aunque ya no sea de fuego.

A sus 67 primaveras, el rockero de New Jersey solo necesita abrirse agujeros en el cinto de los vaqueros para seguir acabando los maratones que se pega por medio mundo como un campeón. Y eso que él también se rompió a los treinta y tantos.

Una noche oscura, uno de los tipos más grandes, más duramente tiernos y con mayor energía que haya registrado el censo musical a lo largo de la historia sintió que se rompía por dentro. Y, desde entonces, ese fantasma real como la vida misma no ha dejado de acosarle. De ahí que, durante una etapa considerable, se metiera kilómetros y kilómetros entre pecho y espalda para alcanzar antes de que amaneciera Freehold, su borough, su pueblo o lo que quiera que sea y rebuscar posiblemente en pasajes recónditos de la infancia las raíces de ese sufrimiento. En realidad, siempre ha estado en Freehold, nunca se lo ha quitado de la cabeza. Con tanto como le ha ido añadiendo al cóctel, el credo de Elvis, gotas de Seeger, el compromiso para responder a los traumas generados en su inmenso país, las estrellas, aquel árbol... buena parte de la autenticidad proviene de tener los pies en la tierra.

A diferencia de quienes se creen triunfadores, él aspira a dar de una vez con algo que no admite fraudes: ser Bruce.