Cualquier aficionado a las historias de ciencia ficción sabe que la victoria final contra el terrorífico monstruo, la devastadora plaga o el alien invasor de turno suele ser un aliado inesperado, que estaba ante nuestros ojos todo el rato y cuya potencialidad solo descubrimos momentos antes de que todo se vaya al carajo. El fuego suele ser el aliado perfecto en este tipo de historias, como pasa en La cosa que vino de otro mundo, en cualquiera de sus varios remakes. Pero el más inesperado de todos los aliados imaginables, y el más impactante, por tanto, son los temibles virus que en los seres humanos provocan enfermedades más o menos graves pero que a los invasores marcianos en La Guerra de los Mundos, de H.G. Wells, los envía literalmente al otro mundo, aquel del que no hay vuelta. Por eso parece tan de ciencia ficción que, como en la historia de Wells, sean justamente los virus los que están sirviendo de instrumento imprescindible para avanzar en la lucha contra el cáncer, en alianza con otro protagonista también sorprendente e inesperado: nuestro propio sistema inmunológico. Gracias a los virus podemos utilizar alguna de las técnicas CRISPR para modificar determinados marcadores en las células de nuestro sistema inmunológico. De esa forma se le devuelve a este la capacidad de luchar contra las mutaciones cancerígenas que de alguna forma lo estaban engañando y neutralizando. Cientos de ensayos clínicos están en marcha en este momento en muchos lugares del mundo, especialmente en Estados Unidos, donde la potencia de las grandes empresas farmacéuticas y las enormes recompensas económicas asociadas a los nuevos tratamientos están facilitando el capital necesario para acelerar el progreso de estas innovadoras terapias. Así que estaban delante de nuestros ojos todo el tiempo y no nos habíamos dado cuenta. ¡Qué maravilla cuando la ciencia ficción se convierte en ciencia para regalarnos la esperanza de un final de película!