Hace ya unos cuantos años, mi decano Manuel Martínez Ripoll paseaba con una flamante custom, no para hacer ostentación del cargo, sino para moverse en una Murcia imposible de circular, incompatible con la puntualidad de los señalamientos judiciales, aunque esa siempre es exigible a los abogados, no a quien siendo primus inter pares, faltaba al ejemplo debido al anfitrión. Un policía municipal impertinente le requirió la placa de homologación del casco que recién era obligatorio. Una interpretación torcida de la norma le hacía creer al agente que todos los cascos debían llevar grabado en metálico lo que sólo debía ser una etiqueta de tela. Imagina el caso, querido lector, cuántas trepanaciones de cráneo se hubieran provocado instalando una plaquita metálica dentro del caso.

No hablo de leyes incomprensibles, sino de sentido común para interpretarlas. Hubo un tiempo en que los niños no viajaban en silleta y los seiscientos iban cargados de más pasajeros que plazas, pero las bicicletas tenían que ir equipadas con dinamo y reflectores para circular por las calles de una ciudad menos inundada. Recuerdo a otro municipal amenazar con requisar la bicicleta a mi amigo Paco José Monteagudo porque la suya, que utilizaba para ir al instituto, no tenía bombilla.

De la España de aquellos tiempos del posfranquismo y la recién estrenada democracia, todavía quedaban restos de un autoritarismo espeluznante y cuartelero. El PCE se legalizó a escondidas y Santiago Carrillo renunciaba a la revolución en aras de un eurocomunismo que aceptaba la monarquía parlamentaria. La sensatez de los gobernantes hacía más grave la estulticia de los subalternos. Todavía las instancias debían ser franqueadas con una póliza y el papel del Estado era un ingreso público a la orden del día.

Ya fue desterrado el funcionario de visera y manguitos y el guardapolvos no se usa ni en la imprenta del BOE, desde hace tiempo sólo disponible en internet. Casi todos los trámites administrativos pueden hacerse con firma digital. Pero la estulticia ha recorrido el camino inverso del nivel freático y llega a las capas más altas de los puestos políticos. La alcaldesa de San Pedro del Pinatar establece multas por contaminar el Mar Menor con la orina de los niños, pero no se flagela en público auto de fe por no impedir el aluvión de nitratos que nos dejó infecta la mayor laguna litoral de la Península.

Algún lector me reprocha que esconda las críticas bajo sutiles paralelismos y viejas historias de romanos. Pues si leyes mordaza infamantes para la libertad castigan la expresión del pensamiento, deberé hacer explícitas las ínfulas del mandamás. Esta misma mañana sigo viendo el onomástico letrero que anuncia en un rincón de Alguazas un pabellón dedicado a Miguel Ángel Cámara Botía. No bastaba al investigado la vara y el bastón de mando, la corruptela de sus méritos académicos prestados en forma de investigaciones arteramente firmadas sobre los trabajos de acólitos y corporativos compañeros de facultad. Igual que a Valcárcel no le falta condecoración de ninguna institución de Murcia. Medallas de oro y plata labradas con el fervor de petulantes aduladores. ¡Lástima que Pedro Antonio Sánchez no alcanzara la gloria provinciana del reconocimiento de sus honores programados! Efímera gloria que no alcanzara los versos de un Manrique redivivo. «O tempora, o mores!». Aquellos en que los honores rememoraban al sacrificado héroe o al ínclito difunto.

Cierto es también que la vergüenza de un trasvase inacabado inundó la efervescencia de una oposición desconectada de las bases y del pueblo. Y así consentimos el caciquismo de una lustrosa y naciente oligarquía. Como aquella fea burguesía recriminada por Miguel Espinosa en memorable obra. ¡Qué sabrás tu, Miguelillo, de los recovecos de la política y la economía! Con tus ínfulas de plumilla y letrada lengua, la ganancia de un preboste equivale a miles de tus salarios de obrero.

Mientras paseo en una motocicleta casi desvencijada por una autovía de escatimados gastos, enervado de saltos y bacheado asfalto, pienso en aquella vía Apia, que de Cumas hasta Roma estrenaba el primero de los caminos que siempre llevarían a la urbe inmemorial. Sobre lechos de arena y grava meticulosamente prensados, unas lascas pulidas y casi refulgentes, aún discurre entre pinares de altas copas y feraces tierras arboladas. Nada que ver con esta huerta, igualmente fértil, que pone abrupto fin a una autovía. Algunas palmeras datileras presiden el paisaje de cítricos con fondo de castillo en Monteagudo. Ibn Arabí recordaba en Egipto la tierra donde nació y que añorara. Ínclito emigrante que iluminara el Islam de Avicena y Averroes. Nada queda de aquellos esplendores, salvo una humedad que rezuma de la tierra. Ahora plagada de semáforos y rotondas a diestro y siniestro. Detengo mi moto en una vía inacabada para anotar perfumes de la huerta, como si fuera el último hombre sobre la tierra, que antaño ofreciera dureznos y damascos de aterciopelado aroma y dulce sabor. La tarde se llena de púrpura celeste. El ardor que emana del asfalto parece antesala de los hervores sulfurosos del averno, mientras la libertad se consume abrasada por la insensatez y el autoritarismo soterrado. Confío aún que tal vez se adormece en espera de que alguien avive las brasas. Renacerá entonces cual fabulosa ave fénix.