Nunca fui un niño peleón. Pero confieso que mi opción por solucionar las disputas por la vía de la no violencia fue más por conveniencia que por convicción pacifista: yo era un niño flaco y débil, y cada vez que me metía en una trifurca terminaba ´cobrando´. Ya me hubiese gustado a mí ser fuertote y haber hinchado a hostias a más de un chulo de aquellos€ En mis tiempos había muchas riñas. Recuerdo una conversación del grupo de amigos, cuando teníamos 10 años, en el que uno afirmaba que el peor insulto que se podía hacer a una persona (más que mentarle a sus muertos) era llamarle Caracol€ «Cuando le dices a uno caracol, le estás llamando a la vez cornudo, baboso y arrastrado€». No habían pasado ni dos días de la conversación cuando durante una de las frecuentes disputas un amigo llamó al otro ¡Caracol! La pelea fue de una violencia extrema y cuando el maestro apareció para separarlos (nosotros nunca separábamos a los contendientes y los animábamos al grito de ¡dale, dale, dale!), preguntó qué había ocurrido para que la pelea fuese tan fuerte€ «¡Me ha llamado Caracol!», argumentó el agresor, sangrando por la nariz. ¿Caracol? El maestro se quedó a cuadros (yo creo que con ganas de reír). Un niño intentó aclararlo: «Eso es peor que si te dicen hijoputa».